En el juzgado, mi ex dijo: «Mi hijo quiere vivir conmigo». El juez le preguntó a mi hijo: «¿Es cierto?». Mi hijo se levantó, sacó su teléfono y preguntó: «¿Puedo escuchar la grabación de anoche?». El juez se quedó paralizado.
La sala del tribunal estaba insoportablemente silenciosa, de ese silencio que te hace latir el corazón como un tambor. Elijah, mi hijo de ocho años, estaba sentado a mi lado, con los pies colgando y las manos entrelazadas en el regazo. Sus ojos parecían más viejos de lo que deberían, y albergaban algo más profundo que la infancia.
Al otro lado de la sala, mi exmarido, Brandon, estaba junto a su abogado, con aire de suficiencia y esa sonrisa de suficiencia que nos resulta familiar. No me miraba a mí. No miraba a nuestro hijo.
El juez carraspeó y hojeó un fajo de papeles. «Señor Whitmore, está solicitando un cambio de custodia. Dice que su hijo quiere vivir con usted a tiempo completo, ¿es correcto?»
Brandon respondió con calma: «Sí, señoría. Elijah me dijo que ya no confiaba en su madre y que quería vivir conmigo».
Se me hizo un nudo en el estómago. Miré a Elijah, esperando contacto visual, algo de consuelo. Pero él tenía la mirada fija en sus rodillas, indescifrable.
El juez se inclinó hacia delante. “¿Elijah? ¿Es cierto? ¿Quieres vivir con tu padre?”
El tiempo se detuvo. Contuve la respiración, luchando por creer la injusticia de pedirle esto a un niño: que dijera su verdad bajo la atenta mirada y la presión del tribunal.
Elijah metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono pequeño y desgastado que le había regalado meses atrás. Lo levantó con mano temblorosa.
“Me gustaría tocar algo”, dijo con voz suave pero segura.
Murmullos resonaron en la sala. Brandon se puso rígido. El juez arqueó las cejas. “¿Una grabación?”
Elijah asintió. “Desde anoche. De papá. No sabía qué más hacer”.
Se me encogió el corazón. Sea como fuere, Elijah había decidido hablar. Por sí mismo. Por mí.
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