El esposo recién viudo estaba sentado aturdido ante el altar, con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Su esposa había fallecido repentinamente de un infarto. En medio del dolor y el caos del funeral, se encargó de todo: recibir a las visitas, organizar los preparativos, preparar el entierro. Apenas podía con su propio agotamiento.
La mañana del funeral, de repente se dio cuenta de que había perdido su teléfono. Buscó por todas partes, preguntó a sus familiares, pero nadie sabía nada. “Seguro que lo dejé en alguna parte”, pensó, e intentó concentrarse en la ceremonia. Sellaron el ataúd y lo llevaron al cementerio. Aun con el corazón roto, se obligó a mantenerse fuerte por su hija.
Esa noche, cuando solo él y la niña permanecían en la fría casa, recibió un mensaje desde su propio número:
—Amor, sigo aquí. No dejes que te engañen.
Se quedó paralizado, con un sudor frío corriéndole por la espalda. Entonces recordó: quizá se le había caído el teléfono dentro del ataúd, justo cuando se agachó para ver a su esposa por última vez, justo antes de que lo sellaran.
Pero… ¿quién pudo haber enviado ese mensaje? Su esposa estaba muerta, no había duda: el médico lo había confirmado y el certificado de defunción estaba firmado.
Temblando, respondió:
“¿De verdad eres tú?”
La respuesta llegó de inmediato:
«Créeme. No morí de un infarto. Me envenenaron».
El hombre sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Su esposa, tan buena, ¿cómo podría alguien querer hacerle daño?
Preguntó de nuevo, con las manos sudorosas:
“¿Quién lo hizo?”
El mensaje apareció en la pantalla, breve y escalofriante:
“Un pariente… dentro de la misma casa”.
Miró a su alrededor, a la sala vacía, con la vela parpadeante en el altar. Su hija dormía en el dormitorio. ¿Quién lo habría hecho? ¿Su cuñado? ¿Un pariente codicioso de la herencia?
Continúa en la página siguiente⏭️