Mi hijastro me tomó aparte antes de nuestra boda y me susurró: “No te cases con mi padre”. Lo que me dio lo cambió todo.
La boda que nunca se celebró.
Cuando conocí a Daniel, hacía malabarismos con una manga pastelera, su teléfono y su cartera, claramente intentando arruinarle el día. Sus tarjetas de crédito estaban esparcidas por el suelo de una pequeña cafetería a las afueras de Brighton Hill. Me arrodillé para ayudarlo.
“Gracias”, dijo, sonrojándose. “Te prometo que no suelo ser tan desordenado”.
Sonreí. “No es nada. Al caos le gusta la buena compañía”.
Ese fue el principio.
Daniel tenía una textura delicada, como un faro para alguien acostumbrado a capear tormentas. Recordó la canela de mi café con leche. Me preguntó si había llegado bien a casa. Nunca me dejó ganarme su calor.
Después de años con hombres para quienes el amor era como un período de prueba, Daniel se sentía seguro. Como estabilizado.
Después de tres citas, me dijo, mientras comíamos pasta: “Tengo un hijo. Evan. Tiene trece años. Su madre lo abandonó cuando tenía ocho. Hemos estado solos desde entonces”.
“Me gustaría conocerlo”, dije.
Sus ojos se iluminaron. “¿En serio? La mayoría de las mujeres tienen miedo”.
“No me presentaré”, bromeé. “A menos que me des una razón”.
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