Me quedé sin palabras. Resultó que mi esposa no era la pobre mendiga que todos creían. Era hija de una familia adinerada, cuyos padres poseían un vasto imperio empresarial. Diez años atrás, debido a disputas familiares por una herencia, se escapó de casa, negándose a participar en la lucha. Durante esos años de vagancia, eligió vivir como mendiga para evitar ser encontrada.
Hanh lloró mientras contaba su historia, con la voz temblorosa:
«Pensé que no tenía adónde ir. Si no me hubieras abierto los brazos para protegerme, quizá ni siquiera estaría viva hoy».
En ese momento, por fin lo comprendí. Todo lo que había pasado no era por debilidad, sino porque quería escapar del círculo vicioso de la riqueza y el lujo.
Su padre me miró y me estrechó la mano.
«Gracias por cuidar de mi hija y darle un verdadero hogar. El dinero, los coches y las posesiones son solo cosas externas. Tu corazón es lo que realmente importa».
Todo el pueblo estaba atónito. Quienes hoy se burlaron y me menospreciaron agacharon la cabeza en silencio. Nunca imaginaron que la “mendiga” a la que habían despreciado era en realidad la hija de un multimillonario, y que yo, un simple granjero, me convertiría en el yerno de una familia tan poderosa.
Pero para mí, estos títulos ya no importaban. Solo miraba a Hanh, viendo en sus ojos la misma pureza que el día que nos conocimos en la esquina del mercado. Supe entonces que, independientemente de su estatus, la amaba no por sus orígenes ni su linaje, sino por quien realmente era: una mujer amable y humilde que me había acompañado en los días más difíciles de mi vida.
Desde ese día, nuestra historia se convirtió en leyenda en el pueblo. La gente dejó de chismear, sustituyéndolo por admiración. En cuanto a mí, simplemente agradecí al destino por haberme permitido conocer a Hanh aquella tarde de invierno de hace tantos años.
