Me llamo Brian y tengo 61 años. Mi primera esposa falleció hace ocho años tras una larga enfermedad.
Desde entonces, he vivido sola y en silencio. Mis hijos ya están casados y asentados. Vienen a verme una vez al mes para dejarme dinero y drogas antes de irse a toda prisa.
No los culpo. Viven sus vidas, lo cual entiendo. Sin embargo, en las noches de lluvia, tumbado escuchando las gotas caer sobre el techo de hojalata, me siento terriblemente pequeño y solo.

El año pasado, navegando por Facebook, me encontré con Alice, mi primer amor del instituto. La adoraba por aquel entonces. Tenía el pelo largo y suelto, ojos oscuros y profundos, y una sonrisa deslumbrante que iluminaba a toda la clase. Pero mientras me preparaba para los exámenes de admisión a la universidad, su familia hizo arreglos para que se casara con un hombre del sur de la India, diez años mayor que ella.
Después de eso, perdimos el contacto. Nos reencontramos tras cuarenta años de separación. Ella ya era viuda; su esposo había fallecido cinco años antes. Vivía con su hijo menor, aunque él trabajaba en otra ciudad y solo la visitaba ocasionalmente.

Al principio, solo nos saludábamos. Luego empezamos a llamarnos. Después vinieron las reuniones tomando café. Y, sin darme cuenta, iba a su casa en mi moto cada dos o tres días con una canasta pequeña de fruta, dulces y unas pastillas para el dolor articular.
Un día, medio en broma, dije:
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