Un joven alto y delgado, vestido con ropa sencilla, estaba de pie frente a mí. Su mirada era profunda, insondable.
Me quedé paralizado.
Era Arjun.
El frágil adolescente que abandoné ya no estaba.
Ante mí se alzaba un hombre seguro y realizado.
—¿Tú… cómo…? —balbuceé.
Me interrumpió con voz suave pero nítida.
«Quería que vieras lo que dejó mi madre.
Y lo que dejaste tú».
Me llevó hasta un lienzo cubierto con una tela roja.
«Se llama Madre. Nunca se la he enseñado a nadie. Pero hoy quiero que la veas».
Levanté la tela.
Era Meera.
Pálida, demacrada, tumbada en una cama de hospital.
Sostenía una foto de los tres, tomada en nuestro único viaje juntos.
Mis piernas cedieron.
La voz de Arjun no tembló.
«Antes de morir, llevaba un diario.
Sabía que no me querías.
Pero seguía creyendo que algún día… lo entenderías».
Porque… no soy hijo de otro hombre.
Dejé de respirar.
— ¿Qué…?
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