La verdad sale a la luz.
Jacob se arrodilló ante ella, apretándole las manos con fuerza. Su voz era firme pero grave.
“No se suponía que lo supieras todavía. Pero ya no puedo esconderme de ti.”
El corazón de Emily latía rápidamente.
“No soy un indigente”, confesó. “Soy el hijo del gobernador”.
Se quedó sin aliento. Cada historia que había contado, cada rastro de dignidad en su voz, cada fuerza silenciosa, todo tenía sentido.
Ella apartó las manos, temblando.
“¿Por qué? ¿Por qué me dejas creer lo contrario?”
La voz de Jacob se llenó de emoción.
«Porque necesitaba que alguien me viera; no mi fortuna, ni mi título. Solo a mí. Recé por un amor incomprable. Y tú fuiste la respuesta».
Las lágrimas corrían por el rostro de Emily. El dolor del rechazo de su padre se mezclaba con el peso de la confesión de Jacob.
“¿Y ahora?” susurró. “¿Qué pasa ahora?”
Le estrechó la mano.
“Ahora ven conmigo a la mansión.”
Una princesa en todo menos en el nombre.
A la mañana siguiente, un elegante coche negro esperaba fuera de la cabaña. Guardias de seguridad trajeados les hicieron una reverencia. Emily se aferró al brazo de Jacob mientras el coche entraba en el pueblo.
La multitud se quedó boquiabierta al ver regresar al hijo del gobernador, acompañado de una niña ciega. A las puertas de la mansión, la esposa del gobernador observaba atentamente a Emily.
Jacob declaró con valentía: “Esta es mi esposa, la mujer que vio mi alma cuando nadie más pudo”.
La Primera Dama hizo una pausa, luego dio un paso al frente y abrazó a Emily.
“Así que, esta es mi hija”, dijo con firmeza.
Emily casi se desploma de alivio. Jacob se inclinó y susurró: “Ahora estás a salvo”.
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