Al volver de mi viaje, dejaron mis pertenencias en el jardín con una nota: «Si quieres quedarte, vive en el sótano». Así que me mudé a mi apartamento secreto sin pagar un céntimo. Seis meses después, llamaron a mi puerta para pedirme que me mudara conmigo.
Me llamo Zoya y tengo 29 años. Hace dos años, mi vida dio un giro inesperado.
Vivía en un apartamento de alquiler, trabajaba como desarrolladora de software, ganaba bien y disfrutaba de mi independencia. Entonces mis padres me llamaron para contarme lo único que nadie quiere.
—Zoya, tenemos que hablar —dijo mi madre al teléfono con voz tensa y cansada—. ¿Puedes venir esta noche?
Cuando llegué a casa, mis padres estaban sentados a la mesa de la cocina, con papeles esparcidos por todas partes. Papá parecía mayor de sus 58 años, y mamá se retorcía las manos como siempre hacía cuando estaba estresada.
“¿Qué pasa?” pregunté, sentándome frente a ellos.
Papá se aclaró la garganta. “Tuve que dejar mi trabajo el mes pasado. Mis problemas de espalda empeoraron y ya no puedo trabajar en la construcción. Estoy buscando otra cosa, pero nada paga lo suficiente”.
Sabía que papá tenía problemas de salud, pero no me di cuenta de lo mal que se habían puesto las cosas.
—No podemos pagar la hipoteca —continuó mamá con la voz ligeramente temblorosa—. Sigo trabajando en el supermercado, pero solo a tiempo parcial. Ahora ganamos unos 1200 dólares al mes, y solo la hipoteca cuesta 1800 dólares.
Fue entonces cuando me ofrecieron un lugar donde mudarme y ayudar con los gastos. Les preocupaba perder la casa en la que habían vivido durante 20 años. Miré a mi alrededor: la cocina donde desayunaba todos los días de niño, la sala donde veíamos películas, el patio trasero donde papá me enseñó a montar en bicicleta.
Así que me mudé de mi apartamento y volví a la habitación de mi infancia. Al principio me sentí extraño, pero configuré mi computadora, instalé una buena conexión a internet y me instalé. Como trabajaba casi siempre a distancia, la adaptación no fue muy difícil. Y, sinceramente, al final funcionó mejor de lo que esperaba.
Ganaba un buen sueldo —unos 85.000 dólares al año como desarrollador—, pero mis verdaderos ingresos provenían de las recompensas. Cada vez que una importante empresa tecnológica adquiría uno de mis programas, recibía una comisión. Algunos meses, esto me generaba entre 10.000 y 15.000 dólares adicionales.
Mi sueldo se destinaba directamente a cubrir los gastos de la casa: hipoteca, servicios, comida, seguro del coche, todo lo necesario. Nunca me sentí una carga. Pero lo que mi familia no sabía era que guardaba cada gratificación en una cuenta de ahorros aparte. Nunca se lo dije a mis padres, ni siquiera a mi hermano mayor, Marcus, que vivía al otro lado de la ciudad con su esposa e hijos.
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