Cuando tenía ocho meses de embarazo, accidentalmente escuché algo aterrador: mi esposo multimillonario y su madre estaban planeando robarme a mi bebé tan pronto como naciera.
“Simplemente asumirá que fue un parto complicado”, susurró su madre.
Más tarde, descubrí una maleta oculta con un pasaporte falso. Se me encogió el estómago. Todas mis sospechas se confirmaron de repente. Desesperada, marqué el único número al que había jurado no volver a llamar: mi distanciado padre. Había vivido en las sombras como espía, y si alguien podía protegerme, era él. Pero cuando intenté subir a un jet privado, un guardia me bloqueó el paso.
—Tu marido compró esta aerolínea anoche —dijo con desdén—. Te está esperando.
Lo que no me di cuenta fue que alguien mucho más peligroso ya estaba cerca: mi padre.
Tenía ocho meses de embarazo cuando descubrí el plan de mi marido multimillonario de robarnos a nuestro bebé.
No fue un momento dramático en el cine: ni truenos ni focos, solo el zumbido constante del aire acondicionado y el leve tintineo de los vasos mientras Adrian Roth le servía una copa a su madre abajo. Estaba despierto, despertado por las constantes pataditas del bebé, cuando oí sus voces subiendo.
“Pensará que fue una complicación médica”, dijo Margaret con calma.
Sedación. Confusión. El papeleo se puede gestionar después.
La respuesta de Adrián fue más fría que el hielo:
Para cuando despierte, el niño ya será nuestro. Los médicos confirmarán que era necesario. Solo le quedará el duelo y la recuperación.
Sus palabras me congelaron.
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