
Divorciada, mi esposo me lanzó una almohada vieja con una mueca de desprecio. Cuando la abrí para lavarla, me quedé atónita con lo que había dentro…
Me reí y le dije: «Te estás haciendo vieja, mamá, qué raro pensarlo. Héctor y yo seremos felices».
Mi madre simplemente sonrió, con una mirada distante y triste en los ojos. Abracé la almohada contra mi pecho, sintiendo como si mi madre estuviera sentada a mi lado, acariciándome el pelo y consolándome.
Resultó que siempre supo cuánto sufriría una hija si elegía al hombre equivocado. Resultó que había preparado un plan B para mí; no uno de los ricos, sino uno que me salvaría de la desesperación.
Esa noche, me acosté en la dura cama de mi pequeña habitación alquilada, sosteniendo la almohada contra mi pecho y mis lágrimas empapando la funda.
Pero esta vez no lloraba por Héctor. Lloraba porque amaba a mi madre.
Lloré porque me sentí afortunada, que al menos todavía tenía un lugar al cual regresar, una madre que me amaba y un gran mundo allá afuera esperando para darme la bienvenida.
A la mañana siguiente, me desperté temprano, doblé la almohada con cuidado y la metí en la maleta. Me dije que alquilaría una habitación más pequeña, más cerca del trabajo.
Enviaría más dinero a mi madre y viviría una vida en la que ya no tendría que temblar ni esperar un mensaje frío de nadie.
Me sonreí al espejo.
Esta mujer de ojos hinchados, a partir de hoy, viviría para sí misma, para su anciana madre en casa y para todos los sueños inacabados de su juventud.
Ese matrimonio, esa vieja almohada, esa mueca de desprecio… todo era solo el final de un triste capítulo. En cuanto a mi vida, aún quedaban muchas páginas nuevas por escribir con mis propias manos resilientes.
*