Esta noche, mientras el resto del mundo estaba absorto en series, cenas caras o viernes por la noche, Mauricio estaba sentado solo en su estudio, mirando por la ventana, con un vaso de whisky en la mano, pensando en Fernanda; sin romance ni intenciones específicas, solo pensando, preguntándose por qué, entre tantas mujeres con vestidos brillantes y sonrisas artificiales, su hijo la había elegido a ella, la única que no parecía querer llamar la atención. Y lo más extraño fue que, por primera vez en mucho tiempo, él también quería saber más.
Mauricio no estaba acostumbrado a hacer este tipo de cosas. No era de los que se obsesionan con alguien a quien ni siquiera conocen. Desde la muerte de Alejandra, su vida había estado llena de trabajo, números, reuniones, comida cara y silencio. Mucho silencio. Pero desde aquella noche de gala, algo se le había quedado grabado en la mente. No sabía qué era, la mirada de la chica. La forma en que su hijo la señalaba sin vacilar, o quizás lo mucho que parecía una persona desaparecida, no lo sabía, pero la imagen de aquella mujer inclinada, fregando el suelo, lo seguía como una sombra.
El lunes siguiente, mientras su chófer lo llevaba a una reunión, Mauricio estaba sentado en el asiento trasero, con la mirada perdida. Sergio, su asistente, lo miró de reojo. Sabía exactamente lo que estaba pensando porque el día anterior, sin que Mauricio se lo pidiera, ya había investigado a fondo a esta mujer. Fernanda Morales, nacida en Iztapalapa, era hija única. Su padre había fallecido cuando ella tenía 13 años, y desde entonces, su madre se había encargado de todo hasta su enfermedad tres años atrás.
Desde entonces, Fernanda trabajaba día y noche para pagar sus medicamentos, comida, renta, transporte y todo lo que conlleva una vida así. Sergio se sentó frente a él en el escritorio, sacó su celular y le mostró una foto que había encontrado. Era de Facebook, vieja, mal enmarcada, pero se le veía el rostro. Mauricio la miró unos segundos, no dijo nada, solo asintió. Luego le preguntó dónde trabajaba durante el día. Sergio le explicó que por las mañanas limpiaba oficinas en un edificio de Polanco.
Mauricio no había dicho que se iba, pero esa misma semana ordenó una inspección sorpresa del mismo lugar. Ni siquiera había salido la primera vez, solo una advertencia. La vio salir por la entrada del personal. Llevaba una mochila empapada de sudor al hombro, el uniforme arrugado y el pelo mojado, como si se hubiera lavado la cara con prisa. Cruzó la calle sin mirar a nadie, a paso rápido y sin detenerse. Evidentemente apresurado, Mauricio le pidió al conductor que la siguiera a distancia.
Se sintió extraño al hacerlo, pero no pudo evitarlo. Quería saber más, no por curiosidad morbosa ni para curiosear en su vida, sino para entender qué era lo que tanto le conmovía de ella. La siguieron hasta un barrio obrero al este de la ciudad. Caminó por una calle llena de tiendas abandonadas y casas apiñadas. Entró en un edificio viejo con la pintura descascarada. No tardó mucho. Unos cuarenta minutos después, salió con una blusa diferente, una bolsa de tela y una botella de agua.
El conductor preguntó si continuaban. Mauricio respondió que no, que ya había tenido suficiente. No quería causar más molestias. Pero ver a esa mujer bajando de un minibús, entrando en Minus, un edificio destartalado, y luego saliendo como si nada hubiera pasado, lo incomodó. Esa noche no cenó. Se quedó en su oficina, con la computadora encendida, leyendo sus correos electrónicos sin concentrarse. Emiliano entró un momento para hablarle del colegio, pero Mauricio apenas lo escuchó. Solo cuando su hijo le dijo que había dibujado a su madre y quería enseñárselo, reaccionó, sentándose a su lado en la alfombra y escuchando atentamente.
El dibujo era sencillo. Una mujer con un vestido azul , un niño sonriente y un hombre alto con traje. Lo curioso era que la mujer no tenía el mismo peinado que Alejandra. Mauricio se dio cuenta. “¿Así recuerdas a tu madre?”, preguntó. “No. Así es como se ve la señora Fernanda”, respondió el niño, como si fuera lo más normal del mundo. Mauricio sintió una punzada en el corazón; no se quejó, simplemente lo abrazó. Sostuvo el dibujo en la mano, contemplando esas líneas mal dibujadas, pero llenas de significado.
La chica del dibujo llevaba el pelo recogido, igual que la de la peluquería. Al día siguiente, fue a trabajar como siempre: reuniones, llamadas, decisiones importantes. Pero una tarde, cuando hubo un espacio libre, bajó al estacionamiento, se subió a su camioneta y le pidió al conductor que lo llevara de vuelta a casa de Fernanda. Esta vez, se bajó, entró al edificio como si fuera a una reunión normal y subió a donde ella estaba limpiando.
No le habló; simplemente la observó desde lejos. Estaba limpiando una oficina vacía, con los auriculares puestos. Se movía con rapidez, como si tuviera que terminar a una hora determinada. Al terminar, sacó un paño de su bolso y empezó a limpiar los escritorios. No parecía fijarse en su entorno. No miraba a nadie. Mauricio sentía un inmenso respeto por ella, por su forma de trabajar, por no detenerse ni un segundo. No sabía nada de su vida privada, pero su esfuerzo se traslucía en cada gesto.
Más tarde, habló con Sergio y le pidió que examinara su situación a fondo, no para molestarla, sino para ver si podía ayudarla sin incomodarla. Sergio, aunque ya algo acostumbrado a los caprichos de Mauricio, le preguntó si no exageraba. “Es solo una niña. Hay miles como ella”, dijo. Mauricio lo miró con seriedad. “No, no como ella”. Esa noche, Sergio le dio un breve informe. Fernanda tenía una madre llamada Lidia Morales, de 63 años, que padecía problemas renales.
No podía trabajar. Llevaba meses en tratamiento. Los médicos le habían dicho que necesitaba diálisis, pero no podían costearla. Fernanda ganaba lo justo para evitar que los desalojaran del apartamento, y eso apenas alcanzaba para comprar medicamentos genéricos. No recibían ayuda de nadie, no tenían familia cercana y vivían a costa de los demás. Mauricio leyó esto durante varios minutos, no dijo nada, simplemente cerró el expediente y se sentó en el sofá con las luces apagadas.
Al día siguiente, volvió a ver a Fernanda. Fue al salón sin que ella se diera cuenta. La vio colocando los manteles, acomodando las sillas, limpiando los baños. Y cada vez que la miraba, comprendía cada vez más que no era solo interés, sino admiración, porque no conocía a mucha gente capaz de hacer tanto por alguien sin esperar nada a cambio. Porque en un mundo donde la gente se vende por un centavo, ella luchaba cada día sin quejarse, porque no tenía nada.
Y aun así, ella persistió como si lo tuviera todo. Y fue entonces cuando Mauricio empezó a hacerse una pregunta que no se había atrevido a plantearse desde la muerte de Alejandra. ¿Qué pasaría si, por una vez en su vida, se dejaba llevar por sus sentimientos? El despertador de Fernanda sonó a las 5:00 a. m., como todos los días. Su habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por una pequeña lámpara que parpadeaba de vez en cuando. Se levantó en silencio, caminó descalza hasta el baño y se echó agua en la cara.
Tenía los ojos hinchados, no por llorar, sino por el cansancio acumulado durante meses. Se vistió rápidamente: vaqueros, una blusa sencilla, un suéter viejo y una mochila con su almuerzo, desinfectante de manos y una botella de agua. En la cocina, ya había preparado el desayuno para su madre: un batido, fruta picada y las pastillas, que se estaban agotando. Pasó a la habitación contigua, abrió la puerta lentamente y encontró a su madre dormida, su delgado cuerpo envuelto en una manta floreada.
Le dio un beso en la frente y dejó el desayuno en la mesa. Luego se fue a trabajar. Al mismo tiempo, en otra parte del pueblo, Mauricio seguía dormido en su enorme dormitorio, con sábanas blancas planchadas y la calefacción a exactamente 20 grados. Emiliano dormía en la habitación de al lado, con una lámpara de dinosaurio encendida y su peluche favorito en brazos. El desayuno ya se estaba preparando en la cocina: zumo natural, tostadas, fruta fresca y huevos sin límite.
Todo estaba listo, aunque no se levantarían hasta dentro de una hora. Fernanda, mientras tanto, se aferraba a la puerta de un minibús que ya estaba lleno desde la primera parada. Se agarró con fuerza con una mano, con la mochila en la otra, mientras el camión avanzaba a trompicones. Todavía estaba oscuro afuera, pero el tráfico ya era denso, como todas las mañanas. No tuvo tiempo de pensar, solo de aguantar. Al llegar al edificio Polanco donde limpiaba las oficinas, saludó al guardia de seguridad con una sonrisa cansada y subió al octavo piso.
Allí, como todos los días, se puso los guantes, sacó los artículos de limpieza y se puso a trabajar sin perder tiempo. Tenía tres horas para dejar todo en orden antes de que llegaran los empleados, y si llegaba tarde, se tomarían el día libre. Mientras tanto, en casa de Mauricio, el conductor había preparado la camioneta. El chico subió con su uniforme planchado, una mochila nueva y una sonrisa hastiada, porque no quería ir a la escuela. Mauricio lo acompañó como siempre, vestido con su elegante traje y peinado impecable.
Por el camino, hablaron de todo y de nada: un juego, un juguete nuevo o el dibujo que Emiliano había hecho el día anterior. Parecían una familia tranquila, pero Mauricio aún tenía presente a la señora de la limpieza que había visto el otro día. Fernanda terminó su turno a las 9:30, guardó sus cosas, se lavó las manos y se fue sin decir mucho. Caminó dos cuadras hasta la estación del metro, bajó del andén y esperó. No había desayunado, pero ya estaba acostumbrada.
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