El millonario llegó temprano a casa. Lo que vio que su ama de llaves les hacía a sus hijos lo hizo llorar. El día comenzó como cualquier otro para Adrian Cole, un millonario conocido por su imperio de inversión inmobiliaria y desarrollos de lujo. El millonario llegó temprano a casa; lo que vio a su ama de llaves hacerles a sus hijos lo hizo llorar…
El día comenzó como cualquier otro para Adrian Cole, un millonario conocido por su imperio inmobiliario y sus lujosas promociones inmobiliarias, pero esta mañana estuvo acompañado de una inquietud inusual. Tenía reuniones programadas hasta altas horas de la noche, pero algo en su corazón lo apremiaba, susurrándole que debía llegar temprano a casa. No era frecuente que escuchara a sus sentimientos por encima de la lógica, pero ese día, la atracción era innegable.
Lo que no sabía era que su decisión de regresar a casa antes del atardecer lo cambiaría para siempre, revelándole verdades sobre la vida, el amor y lo que realmente importa.
Adrien era un hombre envidiado por muchos; su mansión se alzaba orgullosa a las afueras de la ciudad, con sus imponentes paredes de cristal reflejando la luz del sol como una corona en una colina. Sin embargo, en su interior, su vida no era tan perfecta como el mundo exterior imaginaba. Su esposa había fallecido hacía años, dejándolo con dos hijos, Ethan y Lily, y aunque les proporcionaba todos los lujos imaginables, Luchó por darles lo que realmente deseaban: su tiempo.
La casa se había convertido más en un palacio que en un hogar, y aunque una criada llamada Rosa la mantenía impecable y cálida, el eco de la soledad persistía por los pasillos. Rosa llevaba casi tres años con la familia. Tenía veintitantos años, hablaba suavemente y a menudo la ignoraban. Para Adrien, era simplemente la criada que mantenía todo en orden. Pero para Ethan y Lily, era algo más: una oyente paciente, una mano amable, una sonrisa que llenaba el silencio que su madre había dejado atrás.
Esa tarde, el coche de Adrian rodaba silenciosamente por el camino de entrada. El sol aún estaba alto, su luz dorada se derramaba sobre los escalones de mármol de la mansión. Al entrar, esperando silencio o el tenue murmullo de la limpieza, se quedó paralizado. Una risa provenía del amplio comedor: una risa real y vibrante, de esas que no habían resonado en su casa en años.
Sus pasos se ralentizaron mientras seguía el sonido, y cuando llegó a la puerta, la imagen que tenía ante él casi… Lo hizo caer de rodillas: lo que vio a su criada haciendo con sus hijos lo hizo llorar…
Rosa estaba allí, vestida con su uniforme verde esmeralda, con el cabello cuidadosamente recogido bajo su cofia de criada. Frente a ella estaban sentados Ethan y Lily, con rostros radiantes de alegría. En la mesa había un pastel de chocolate recién horneado, decorado con fruta y crema. Rosa cortaba con cuidado generosas porciones y las servía en platos mientras los niños aplaudían con entusiasmo. La camisa azul de Ethan estaba espolvoreada con cacao en polvo, mientras que el vestido rosa de Lily tenía una mancha de crema, prueba de que habían ayudado a Rosa en la cocina.
No solo comían; celebraban, vivían, creaban un recuerdo. Y Rosa no solo les servía; reía con ellos, limpiando la crema de la mejilla de Lily, alborotando juguetonamente el cabello de Ethan, tratándolo como si fuera suyo.
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