Sus ojos estaban llenos de lágrimas que se aferraban obstinadamente a sus pestañas, como si dejarlas caer destrozara este frágil momento. Su mirada contenía un universo de tristeza, amor, gratitud y amargo arrepentimiento.
—Fuiste mi luz, Leo —suspiró con voz débil, como si temiera causar la muerte—.
Me enseñaste la lealtad. Estuviste ahí cuando caí. Lavaste mis lágrimas cuando no podía llorar. Perdóname… por traicionarte. Perdóname por esto…
Y como en respuesta, Leo —débil, debilitado, pero aún lleno de devoción— abrió sus ojos empañados. Un velo los oscurecía, como una cortina entre la vida y el más allá, pero en el fondo, un destello de reconocimiento brilló, una chispa que se negaba a extinguirse. Con sus últimas fuerzas, levantó la cabeza y apretó el hocico contra la palma de Artem. Este pequeño gesto —simple pero inmenso— le rompió el corazón. No fue un simple roce. Fue el grito de un alma: «Estoy aquí. Te conozco. Te amo».
Artem presionó su frente contra la del perro y cerró los ojos. En ese instante, el mundo desapareció. Se acabó la oficina, la enfermedad y el miedo; solo ellos. Dos corazones latiendo como uno solo, unidos por un vínculo que ni el tiempo ni la muerte podrían romper. Los recuerdos lo inundaron: paseos lluviosos de otoño, tiendas de campaña invernales, noches de verano junto al fuego con Leo acurrucado junto a él, velando por el descanso de su amo. Todo pasó como una película, el último recuerdo.
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