El perro abrazó a su dueño una última vez antes de ser sacrificado, y de repente el veterinario gritó: “¡Alto!”. Lo que sucedió después hizo llorar a todos en la clínica.

 

Ella le agarró la pata, le revisó las encías y rápidamente ordenó:
“¡Intravenoso! ¡Antibióticos de amplio espectro! ¡Inmediatamente!”

“¿Podrá… sobrevivir?” Artem apretó los puños. La esperanza lo aterraba.

“Si el tiempo lo permite, sí”, declaró. “No lo dejaremos ir. Hoy no”.

Artem esperaba afuera, en un banco estrecho donde innumerables desconocidos habían llorado. Ahora estaba sentado solo, con el tiempo congelado. Cada sonido al otro lado de la puerta —papeles, cristales, pasos apresurados— lo sobresaltaba, temiendo las palabras: «Llegamos demasiado tarde».

Cerró los ojos. Vio las patas de Leo rodeándolo. Recordó esos ojos llorosos, esa respiración áspera que temía perder.

Pasaron las horas. Medianoche. El silencio invadió el edificio.

La puerta se abrió. Apareció el veterinario, con el rostro cansado pero ardiendo de determinación.

“Su condición es estable”, dijo. “Su temperatura está bajando. Su corazón está estable. Las próximas horas son cruciales”.

Artem cerró los ojos y las lágrimas fluyeron libremente.

“Gracias…” murmuró. “Por no rendirte…”

—Él no está listo para irse —susurró—. Y tú no estás lista para dejarlo ir.

Dos horas más. Entonces la puerta se abrió de nuevo; esta vez, ella sonrió.

—Vamos. Está despierto. Está esperando.

Artem se levantó, con las piernas temblorosas. Sobre una manta blanca y fresca, con una vía intravenosa en la pata, yacía Leo. Sus ojos eran claros y vivaces. Al ver a su amo, su cola golpeó la mesa. Una vez. Dos veces. «Estoy aquí. Me quedo».

 

 

Continúa en la página siguiente⏭️