Al día siguiente, como cada semana, Rhiannon fue a depositar flores en la tumba de James, su esposo, fallecido dos años antes en un accidente de coche. El lento y profundo dolor no había dejado de acompañarla. Sin embargo, esa mañana, el silencio del cementerio no era suyo.
Alguien ya estaba parado frente a la piedra.
La mujer del supermercado. Con su hijo en brazos, recogía los lirios que Rhiannon había plantado y los metía en una bolsa.
“¡¿Qué haces?!”, gritó, paralizada.
El otro dio un salto, con los ojos llenos de pánico.
“Yo… yo puedo explicar…”
Las palabras que siguieron hicieron que el mundo entero de Rhiannon se derrumbara.
James. Ese nombre en sus labios.
James, el padre de su hijo.
Todo se derrumbó. El marido al que había llorado durante dos años tenía otra vida, oculta, paralela a la suya. Una verdad insoportable. Sin embargo, en los ojos húmedos de esta mujer, y especialmente en los del bebé, no había mentira ni cálculo: solo el rastro de un hombre al que ambas habían amado.
Rhiannon podría haberle dado la espalda. Pero algo, más fuerte que la ira, más profundo que la traición, la detuvo. Porque el niño no tenía nada que ver. Y poco a poco, frente a este pequeño que tenía los ojos de James, comprendió que este no era el final de su historia, sino quizás el comienzo de otra.
