Mi abuela me envió una carta diciéndome que nunca más la visitara. Cuando descubrí por qué, mi corazón se rompió inexplicablemente.

Una mujer conduciendo un coche | Fuente: Pexels

Había hecho pan de plátano, como siempre hacía para nuestras visitas de fin de semana. Todavía estaba tibio, envuelto en una toalla a cuadros, llenando mi coche con el reconfortante aroma a canela y plátanos maduros.

La pequeña casa azul de la abuela todavía parecía la misma: un jardín ordenado, campanillas de viento en el porche, el banco de madera donde le gustaba sentarse por las noches.

Pero algo parecía diferente. Las cortinas estaban cerradas. No se veía luz en el interior.

Intenté abrir la puerta, mi corazón se hundió cuando la manija no giraba y mi llave no funcionaba.

Efectivamente, las cerraduras habían sido cambiadas, como decía la carta. Llamé a la puerta, pero no hubo respuesta.

Me quedé allí parado un rato antes de regresar a mi coche, desanimado.

Empecé a conducir, pero no pude pasar de la esquina. Aparqué en la acera y miré la casa de la abuela por el retrovisor.

Me invadió entonces una urgencia increíblemente poderosa, como si algo me dijera que esperara. No tenía sentido, pero me sentí obligado a escuchar.

Media hora más tarde, una camioneta llegó a la entrada de la casa de la abuela.

 

Un coche aparcado en una entrada | Fuente: Pexels

Parpadeé confundida cuando una mujer salió del coche y se acercó a la puerta de la abuela. Sacó una llave —¡una llave!— y entró sin siquiera llamar.

¿Qué vi?

Todos recibimos la misma carta… cambio de cerradura, sin visitas. Entonces, ¿por qué Jenna tenía llave de la casa de la abuela?

Esperé cinco minutos, con la mente acelerada. Luego caminé hacia la puerta principal y toqué tan fuerte que hizo vibrar la aldaba de bronce.

Jenna abrió los ojos, agrandándose al verme. “¿Qué haces aquí?”

—Qué gracioso —susurré al pasar junto a ella—. Iba a preguntarte lo mismo.

 

 

 

 

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