Mi hijo y su esposa llevaban ocho años viviendo conmigo. Cuando nació el bebé, mi nuera apartó a mi esposa y gritó: “¡No lo toques, eres impura!”. Me dio un vuelco el corazón. Llamé a mi hijo y les dije tres palabras que los dejaron sin palabras.

 

 

—Steven, ¿podrías decirle a Martha que baje el volumen? —La voz de Everly resonó con irritación—. El bebé necesita dormir.

Levanté la vista, desconcertado. Martha apenas emitía un sonido. Pero se había convertido en una costumbre: le dictaba constantemente a Martha cómo comportarse en su casa.

Oí los pasos ligeros de Martha entrando en la sala para ayudar. Estaba deseando consentir a su primer nieto. Entonces, un golpe sordo, seguido de un jadeo de sorpresa y el estruendo de cristales rotos.

Entré corriendo. Martha estaba en el suelo, con flores y agua esparcidas a su alrededor, con la cara roja de humillación. Everly estaba de pie junto a ella, sosteniendo al bebé, con la expresión alterada.

—¡Ni se te ocurra tocarlo! —comentó—. Estás sucio. Mira qué desastre. ¿Crees que dejaría que alguien se acercara a mi hijo con las manos sucias?

A mi esposa, quien había criado a Samuel con infinito amor, la llamaban impura en su propia casa. A Martha se le llenaron los ojos de lágrimas, no de dolor, sino del dolor de la degradación. Mientras intentaba recoger el jarrón roto con mano temblorosa, percibí algo escalofriante en la expresión de Everly: satisfacción.

 

 

 

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