Esa mañana, mi esposa le trajo un atole y descubrió que ya no respiraba. No me emocioné mucho, en parte porque estaba viejo, en parte porque… me había acostumbrado a su presencia, como una sombra en la casa.
El funeral fue sencillo. En la familia de mi esposa no había nadie adinerado, así que mi esposa y yo nos encargamos de todos los preparativos.
Tres días después, un hombre de traje apareció en nuestra puerta y casi dejé caer el vaso de agua que sostenía.
Era un abogado que llevaba una pila de expedientes. Tras comprobar mi identidad, me entregó una carpeta roja y dijo:
Según el testamento del señor Velasco, usted es el único heredero de todos sus bienes personales.
Solté una risita, pensando que bromeaba. “¿Qué bienes? Fue un parásito de mi familia durante dos décadas; ni siquiera tenía un buen par de sandalias”.
Pero el abogado abrió página tras página con seriedad:
Un terreno de 115 metros cuadrados en el centro de la ciudad, transferido a mi nombre hace dos años.
Una cuenta de ahorros con valor de más de 3.2 millones de pesos mexicanos, con mi nombre como beneficiario.
Una carta manuscrita del señor Velasco, pidiéndole al abogado que la guardara: «Mi yerno se queja mucho, pero me mantuvo durante 20 años sin que nunca le faltara comida.
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