Cuando Alejandro tomó al niño en sus brazos, se quedó congelado una vez más.
El bebé tenía los mismos ojos oscuros y profundos y hoyuelos que tenía el propio Alejandro cuando era niño.
Su pulso se aceleró; los sonidos de la habitación se difuminaron. Una diminuta marca de nacimiento en forma de lágrima en el hombro del bebé lo impresionó: era una rara marca familiar, transmitida de su abuelo a su padre, y luego a él mismo.
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La enfermera extendió la mano para tomar al recién nacido, pero Alejandro dudó antes de entregárselo. Acarició suavemente la mejilla del niño y luego lo sacó para bañarlo y envolverlo.
Valeria, exhausta, tumbada en la cama, evitó su mirada mientras se acercaba.
“¿Por qué… por qué nunca me lo dijiste?”, susurró Alejandro con voz ronca.
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