¡Basta, Vanessa! Nunca más dejaré que menosprecies a Rosa ni a nadie. Lo que hiciste no fue una broma, fue acoso. Y si no puedes saberlo, entonces no me conoces.
La multitud se quedó boquiabierta. Se extendieron los murmullos. La máscara de Vanessa se quebró. Aun así, intentó recomponerse: «Exageras. Es solo una ayudante. No la confundas con nosotras».
Pero la voz temblorosa de Rosa volvió a alzarse: «Señor Andrés, no se preocupe por mí. He pasado por cosas peores. Sé quién soy y lo que valgo, aunque los demás no lo sepan».
Su honestidad silenció a la corte. Andrés se volvió hacia Rosa con palabras mesuradas y firmes: «Rosa, esta casa brilla gracias a ti, no por tu riqueza ni tu vanidad. Mereces respeto, siempre».
Varios invitados aplaudieron en voz baja, confirmando sus palabras. Vanessa, desesperada, gritó: “¡Soy tu prometida, no ella! ¡Mi lugar está a tu lado!”.
La mirada de Andrés la atravesó. «No si tu corazón carece de compasión. Nunca compartiré mi vida con alguien que juzga a las personas por su riqueza o su apariencia».
El anillo en el dedo de Vanessa perdió todo significado. Con un sollozo entrecortado, se dio la vuelta y huyó, dejando atrás el silencio y la verdad.
Andrés se acercó a Rosa y con cuidado le quitó la pesada bolsa. «Nadie te volverá a tratar así. Aquí cada uno será respetado en su justo valor».
Rosa, abrumada, derramó lágrimas de alivio. La multitud permaneció en silencio, boquiabierta. Esa noche, se trazó una línea divisoria, no entre ricos y pobres, sino entre la arrogancia y la humanidad.
Porque las apariencias engañan, pero la dignidad nunca debe ser negociable.
