Su divorcio había sido brutal, ruidoso y público. Darius se sentía abrumado por la emoción del éxito tras cerrar una inversión colosal. Nia soñaba con la paz: jardines, fines de semana tranquilos, una vida que no transcurriera siempre a toda velocidad. Discutían constantemente: por el tiempo, el dinero, el futuro que nunca habían podido construir. Sobre todo por los hijos que nunca tuvieron.
Las últimas palabras que le había dicho aún resonaban ahora:
—No me ves, Darius. Solo ves lo que quieres construir.
Luego ella se fue.
Sin reenvío de llamadas. Sin llamadas. Solo silencio.
Y la dejó ir.
AHORA
Dentro del café, los niños estaban ocupados escribiendo en servilletas con crayones. Nia se inclinó hacia la pequeña —su hija— y con cuidado le colocó un crayón detrás de la oreja. Darius sintió una punzada en el pecho. La niña era la viva imagen de Nia a esa edad. Lo sabía porque había atesorado cada foto, cada recuerdo, cada palabra que ella había compartido.
Entró. Una pequeña campana sobre la puerta sonó suavemente.
En el momento en que Nia lo vio, el color desapareció de su rostro.
—Darius —susurró.
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