Unos días después, recibí una llamada de un abogado, Arturo Pineda. Nos encontramos en un café y, con voz grave, me confesó que el testamento leído en público no era el verdadero.
David había escrito un testamento secreto en el que me dejaba la mitad de sus bienes personales, incluida una parte importante de la empresa.
“Tus suegros ocultaron este documento”, explicó Arturo. “Pero legalmente, tienes todo el derecho a reclamarlo”.
En ese momento, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre: ya no era una viuda indefensa, sino una mujer dispuesta a luchar por lo que era legítimamente suyo.
Pinitos
Me mudé al pequeño apartamento de una amiga. Dormía en su sofá, pero eso no me molestaba. Todos los días, pasaba el día estudiando documentos con Arturo. Entre los documentos, encontré una grabación de David:
—Ana, si ves esto, significa que me he ido. Confío en ti más que en nadie. No tengas miedo, el poder está de tu lado.
Lloré, pero esa voz se convirtió en mi mayor motivación.
El enfrentamiento en la sala del tribunal
Asistí al primer juicio, vestido de traje negro y con las piernas temblorosas. Isabel y Fernando estaban allí, confiados en su poder.
—¿De verdad crees que puedes enfrentarnos? —me susurró Isabel con desprecio.
El abogado presentó el testamento secreto. Por primera vez, vi un atisbo de incertidumbre en sus rostros. La guerra había comenzado.
La guerra de los medios
La familia Rodríguez contrató a abogados de renombre y lanzó una campaña mediática: “Viuda de provincia busca millones”. Me retrataron como una cazafortunas. Perdí amigos, mi trabajo en la biblioteca, pero no mi razón de ser.
Aliados inesperados
Justo cuando parecía sola, apareció un partidario clave: Don Ramírez, accionista de la empresa desde hace mucho tiempo.
—”Su marido era un hombre íntegro. Confiaba en usted. Yo también confiaré en usted.”
Con su ayuda, descubrimos evidencia de corrupción que involucra directamente a Fernando.
La frase
Llegó el último día del juicio. Los abogados de la familia Rodríguez me gritaron, me insultaron y me llamaron mentiroso. Pero las pruebas eran irrefutables.
El juez dictaminó: el testamento era válido y yo recibiría la mitad de la herencia. Se hizo el silencio en la sala. Isabel palideció y Fernando apretó los puños. Por primera vez, respiré aliviado.
Una nueva vida
No solo heredé dinero y acciones: heredé responsabilidad. Al unirme a la junta directiva, dejé de ser la frágil bibliotecaria que habían despedido. Era una mujer con voz y voto.
— “A partir de hoy protegeré el legado de David”, declaré con firmeza.
Volviendo a casa
Seis meses después, volví a cruzar las puertas de la mansión de la que me habían desalojado. El aroma de las lilas que habíamos plantado juntos seguía allí. En el armario, encontré su suéter favorito, intacto, como si me hubiera estado esperando. Esta vez, lloré, pero fueron lágrimas de victoria.
Nuevas batallas
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