Cuando Mercy General me llamó, lo supe incluso antes de que el médico terminara.
“Hicimos todo lo que pudimos… Lo siento.”
El accidente automovilístico lo había arrebatado instantáneamente.
Los días que siguieron se convirtieron en flores, ropa negra y un dolor tan pesado que parecía que te ahogabas.
En el funeral, Eleanor se sentó rígida en el banco de enfrente, indescifrable. Después del servicio, se acercó con un rostro que jamás se había suavizado para mí.
—Es culpa tuya —susurró con voz cortante—. Si no hubiera seguido corriendo hacia ti, aún estaría vivo.
No respondí. Mi corazón ya estaba vacío. No había espacio para su amargura.
Entonces ella hizo lo impensable
Dos días después del funeral, llevé a los niños a pasear para distraerlos: hicimos un picnic tranquilo en el parque, solo nosotros tres.
Cuando regresamos, nuestro mundo estaba en el césped.
Bolsas de basura desparramadas sobre el césped. Juguetes, ropa, libros… La manta rosa de Ava estaba enredada entre los arbustos.
Ella lloró. Noé se quedó quieto, aturdido. La llave de la casa ya no cabía.
Golpeé la puerta. Eleanor abrió, satisfecha.
—No eres bienvenido aquí. Esta casa es mía. Llévate a tus mocosos y vete.
“Esta es nuestra casa”, dije con voz temblorosa.
Era de mi hijo. A menos que tengas un abogado en la mochila, buena suerte.
Ella cerró la puerta de golpe.
Esa noche, convertí el asiento trasero de nuestro coche en una “acampada”. Ava lloró hasta quedarse dormida. Noah susurró:
“Papá no permitiría que esto pasara”.
—Yo tampoco lo haré —dije abrazándolo fuerte.
Pero Jason ya nos había protegido:
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