No me toques mientras trabajo. Ni tú ni nadie.
Se hizo un silencio gélido y pesado. Por primera vez ese día, cesaron las risas.
El mecánico retrocedió sin decir palabra. Ante el renovado autocontrol de Marta, Esteban chasqueó los dedos y dio una orden fría pero clara:
Ya basta de perder el tiempo. Sáquenla de ahí.
Dos trabajadores se acercaron entonces para apartarla del motor. Pero Marta permaneció inmóvil, clavada en el suelo, sin ceder ni un ápice.
Cuando uno de ellos le rozó el brazo, un estruendoso ruido metálico resonó por el taller. Era el motor que arrancaba de repente. El capó vibró, paralizando a todos. Nadie había conseguido hacer eso en semanas.
Esteban abrió mucho los ojos, pero en lugar de impresionarse, frunció el ceño. «Debe ser suerte. Este motor tiene algunos problemas subyacentes».
Marta no respondió. Cerró lentamente el capó y se acercó con seguridad al panel de diagnóstico. Al conectar el escáner, vio el mensaje “sistema estabilizado”. El sabotaje se había revertido.
Don Rogelio tragó saliva con dificultad, visiblemente avergonzado. Sabía que Marta tenía razón desde el principio, pero el miedo a perder a la adinerada clienta lo había convertido en cómplice del acoso.
Por su parte, Esteban, con los brazos cruzados, hizo un comentario cínico:
“¿Quieres una recompensa por solucionar un problema que probablemente causaste tú mismo?”
Dijo estas palabras con la esperanza de obtener apoyo, pero esta vez nadie se rió.
Los mecánicos empezaron a ver a Marta con otros ojos. Uno de ellos, el más joven, bajó la cabeza y susurró:
Desconecté el sensor. Me lo pidieron. Pensé que era una broma.
Una profunda inquietud invadió al grupo. Su confesión fue una conmoción contundente.
Marta lo miró decepcionada pero sin resentimiento:
Continúa en la página siguiente⏭️
