Su hijo la echó de casa… y aun así ella seguía escondiendo 1,5 millones de dólares.

Él brilló en la luz.

Una llave de una caja fuerte.

Una caja que contenía más de lo que la mayoría de la gente creería.

En 1983, el difunto marido de Margaret, Henry, invirtió en una empresa poco conocida que fabricaba componentes de computadoras.

Todos pensaron que era absurdo, pero Margaret lo alentó. Esta empresa se fusionó posteriormente con un gigante tecnológico. Tras la muerte de Henry, Margaret conservó las acciones y vendió algunas discretamente durante el auge tecnológico. Nunca se lo contó a Brian. No quería que el dinero cambiara a su familia.

Pero con el paso de los años, la calidez del amor de su hijo se había transformado en resentimiento, y su matrimonio había agudizado aún más sus aristas.

Sin embargo, no había gastado el dinero. No por malicia, sino porque estaba esperando.

Por algo.

O alguien.

Más tarde esa semana, Margaret conoció a alguien inesperado en el hogar de ancianos: Isla, una joven voluntaria de unos veinte años, llena de entusiasmo y un toque de travesura.

Isla ayudó a servir las comidas, charló constantemente con los residentes y trató a Margaret no como una anciana sino como una amiga.

Una tarde, Isla notó que Margaret miraba con nostalgia un mapa fijado en la pared.

“¿Alguna vez has estado en Grecia?” preguntó Isla.

Margaret se rió. “No. Siempre quise ir. Henry y yo teníamos planes, pero… la vida se lo impidió”.

—Deberías ir de todas formas —dijo Isla—. Nunca es tarde.

Margaret sonrió débilmente y sus dedos se apretaron alrededor de los brazos de su silla.

“Tal vez lo haga.”

Esa noche, Margaret sacó un sobre amarillento de su maleta. Dentro había papeles bancarios, certificados de acciones y documentos de una caja de seguridad: todas pruebas de su fortuna oculta de 1,5 millones de dólares.

 

 

 

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