“Hiciste todo esto por mí”, susurró. “Contigo”, la corrigió Lisa con dulzura. “Este no es el fin de tu independencia, mamá. Es solo un nuevo capítulo en el que podemos ayudarnos mutuamente. Nos reencontraremos. Los gemelos necesitan la sabiduría de su abuela. David estaría encantado de aprovechar tu famosa habilidad para la jardinería. Y yo”, su voz apenas se quebró, “todavía necesito a mi mamá”. Las lágrimas de Margaret fluyeron libremente. Ahora lo entendía: esto no era el final, sino una continuación: una forma diferente de su familia, pero familia al fin y al cabo.
Esa noche, cenaron alrededor de la vieja mesa de Margaret en su nuevo hogar. Al anochecer tras las ventanas, Margaret escuchó los sonidos familiares de la familia: el tintineo de los platos, las risas de los niños, las tiernas bromas entre David y Lisa. Comprendió que su hogar nunca había sido realmente las paredes que la rodeaban, sino las personas que habían elegido rodearla de amor. Más tarde, mientras Lisa la ayudaba a desempacar la pequeña maleta que, esa mañana, parecía tan definitiva, Margaret tocó la mejilla de su hija.
—Sabes —dijo en voz baja—. Tenía tanto miedo de ser una carga que nunca pensé que aún podía ser una bendición. —Lisa sonrió, con los ojos brillantes—. Siempre has sido una bendición, mamá. Siempre. —En su nueva habitación, en su nuevo hogar, esa noche, Margaret se durmió con el corazón ligero. El viaje que tanto había temido no había tenido fin, sino un regreso a casa que jamás imaginó, rodeada de la familia que había construido con amor y que, a su vez, había construido un hogar para ella.
