Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero sonrió a pesar de ellas. Grant, susurró, no tienes idea de lo que esto significa para mí. Él extendió la mano y le secó una lágrima con suavidad.
Así que déjame mostrarte. Y cuando él se inclinó, presionando su frente contra la de ella, Anna comprendió. Esto era solo el principio.
Habían pasado meses desde aquella fatídica noche en que Grant le confesó su amor a Anna. Y en ese tiempo, todo había cambiado. Grant se había recuperado por completo, recuperando sus fuerzas tras interminables horas de rehabilitación y entrenamiento.
Su cuerpo ya no estaba debilitado, ya no se veía frenado por el accidente que casi le costó la vida. ¿Y ahora? Era Grant Carr Carter de nuevo, de nuevo al mando de Carter Enterprises, de pie en la sala de juntas con el aplomo de un hombre que había pasado por un infierno y había regresado, y había sobrevivido. Pero había una diferencia crucial entre el hombre que había sido antes del accidente y el hombre que era ahora.
Esta vez, no estaba solo. Esta vez, tenía a Anna. Y pronto, si ella decía que sí, sería suya para siempre.
El tejado de la Residencia Carter se bañaba con la suave luz del atardecer, proyectando cálidos tonos dorados sobre la ciudad. Anna se quedó de pie en el borde, admirando la impresionante vista, completamente ajena a lo que estaba a punto de suceder. «Es hermoso aquí arriba», murmuró, mientras la brisa acariciaba suavemente su cabello.
Grant, de pie detrás de ella, sonrió. «No tan guapo como tú». Ella se giró hacia él, poniendo los ojos en blanco y con expresión juguetona.
Dulce Carter. Qué dulce. Pero su expresión seductora se desvaneció al ver cómo la miraba.
Había algo diferente en sus ojos esa noche. Algo más profundo. Más confiado.
No más infinito. Antes de que ella pudiera preguntar, respiró hondo. Luego, lentamente, se arrodilló.
Anna jadeó. Se tapó la boca con las manos mientras Grant sacaba una cajita de terciopelo y la abría para revelar el anillo de compromiso más hermoso que jamás había visto: un elegante diamante engastado en una delicada alianza de platino. Pero no fue el anillo lo que la dejó sin aliento.
Era él. Su voz temblaba ligeramente al susurrar: «Anna, no solo me salvaste la vida».
Te convertiste en mi vida. Su corazón latía con fuerza. Antes de ti, lo tenía todo: dinero, poder, éxito.
Pero me faltaba algo. Te extrañaba. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Eres la razón por la que luché por vivir. La razón por la que me encontré a mí mismo. Y ahora quiero pasar el resto de mi vida asegurándome de que sepas cuánto significas para mí.
Levantó el anillo, con la mirada fija en ella. Anna Monroe, ¿quieres casarte conmigo? El mundo se detuvo. Anna ya no podía hablar.
No podía respirar. Solo podía asentir frenéticamente, con la risa y las lágrimas acudiendo a sus ojos. Sí, por fin lo logró, con la voz quebrada…
Sí, Grant. Mil veces sí. Grant suspiró aliviado, se puso el anillo y la besó, su mundo, la eternidad.
Y cuando sus labios se encontraron al atardecer, Anna supo que este era su lugar. Para siempre. La finca Carter nunca había estado más radiante que el día de su boda.
Los jardines se transformaron en un paraíso encantador. Rosas blancas adornaban los senderos. Luces centelleantes iluminaban los majestuosos robles, y una suave música de fondo sonaba mientras los invitados se mezclaban maravillados.
Anna se encontraba en la majestuosa entrada, luciendo un elegante vestido blanco, con el corazón latiendo con fuerza. “¿Lista?”, susurró Lisa, su dama de honor, a su lado. Anna respiró hondo, aferrando el ramo con los dedos.
Entonces levantó la vista. Y allí estaba. Grant estaba de pie ante el altar, vestido con un clásico esmoquin negro, mirándola como si fuera la única persona en el mundo.
Su nerviosismo se disipó. ¡Pwee! Dio un paso adelante y caminó por el pasillo con absoluta confianza.
Cada paso la acercaba a la eternidad. Y cuando finalmente llegó a su lado, Grant le tomó las manos; sus ojos brillaban con amor puro y sin filtros. Los votos fueron pronunciados, sus promesas selladas no solo con palabras, sino por el vínculo inquebrantable que habían forjado a través de cada adversidad, cada lucha, cada momento de devoción inquebrantable.
Los declaro marido y mujer. Estallaron vítores cuando Grant le tomó el rostro entre las manos y le dio un beso profundo y sincero en los labios. Y mientras el mundo se regocijaba, Anna comprendió.
Este no era el final de su historia. Era solo el principio. Al anochecer, Grant y Anna se alejaron de la multitud, de la mano, por los jardines, saboreando su nueva realidad.
No más hospitales. No más soledad. No más dolor.
Solo ellos, juntos, siempre. Grant le apretó la mano suavemente. Sabes, susurró, creía que lo tenía todo antes de conocerte.
Anna sonrió, apoyando la cabeza en su hombro. ¿Y ahora? Él la miró con expresión dulce, devota, eterna. Ahora sé que nada de lo que tuve antes importa.
Porque eres lo mejor que me ha pasado. Anna contuvo las lágrimas, abrumada por la profundidad de sus palabras. Y mientras caminaban hacia el resplandor dorado del sol poniente, comprendió.
Habían superado tormentas, oscuridad y experiencias cercanas a la muerte. Pero al final, el amor triunfó. Y con Grant a su lado, Anna por fin estaba en casa.
Mientras Grant y Anna caminaban de la mano hacia su felicidad para siempre, su historia se convirtió en testimonio de una profunda fortaleza. El amor no se trata solo de encontrar a alguien; se trata de estar ahí para esa persona en las buenas y en las malas. Anna nunca se dio por vencida con Grant, ni siquiera cuando el mundo lo hizo.
Y al final, fue el amor, no el dinero ni el poder, lo que realmente lo salvó. Nos vemos en la próxima historia.
