“Dios mío… hija mía… ¿Por qué sufres así?… Nuera mía… Siento no haber podido protegerte…”
Louis apoyó la cabeza en el ataúd de su esposa, aferrándose con fuerza al borde de madera. Con voz temblorosa, pronunció:

“Louis… lo siento… sé que me equivoqué… puedes estar enojado conmigo, puedes odiarme… pero por favor… perdóname… déjame llevarte a tu lugar de descanso final…”
De repente, el ataúd se sacudió levemente. El chamán asintió: «Se soltó».
Los ocho jóvenes volvieron a colocar sus manos sobre él. Esta vez, lo levantaron con cuidado, y el ataúd se levantó sin dificultad. El triste sonido de la trompeta sonó, saludando a una mujer desafortunada. Todos inclinaron la cabeza en silencio para dejar paso.
Louis se arrodilló en el suelo frío, con las lágrimas mezclándose con la lluvia. En su corazón, cada disculpa resonaba dolorosamente. Sabía que, por el resto de su vida, a pesar de todo su llanto y todas sus disculpas… no podría enmendar sus errores.
Y por el resto de su vida, en sus sueños inquietos, la imagen de Elena derramando lágrimas lo perseguiría, como para recordarle: había heridas que, por mucho que se disculpara… no podían sanar.
Gracias a todos los que leen estas líneas.