Durante meses, Rachel contó cuidadosamente cada centavo y cada regalo con la intención de brindarle a su hija Emma una celebración inolvidable. Nunca imaginó que la reunión que se avecinaba se desmoronaría, obligando a los visitantes a entrar en su patio trasero decorado con serpentinas hechas a mano, coronas económicas y, lo más importante, algo imposible de comprar: la verdadera felicidad.
Supe que algo no andaba bien en el momento en que Emma dejó de pedir brillantina.
Por lo general, una vez que las hojas de otoño comenzaban a caer, se sumergía en la organización con pasión: nombres de los invitados garabateados en trozos de papel, bocetos de arcos de globos cubriendo los márgenes de los cuadernos y carteles de “reservado” pegados con cinta adhesiva en las sillas del comedor elegidas para su “escuadrón de planificación”.
Esa energía frenética la definía.
Al principio, supuse que seguía pensando en el año pasado, cuando cancelé su fiesta por un turno extra inevitable en el restaurante. Sin embargo, Emma sonrió y dijo:
—Está bien, mamá. El año que viene será aún mejor.
A medida que se acercaba la gran fecha, ella apenas mencionó el evento.
Así que tomé cartas en el asunto. Guardé hasta el último centavo, hice trabajos esporádicos y sacrifiqué mi café de la mañana para llenar una alcancía. Incluso vendí los aretes que me regaló mi abuela cuando nació Emma. Caminando por el vecindario, capté su asombro con las guirnaldas, los pastelitos y las risas de mis amigos en nuestro pequeño jardín.
- Detalles hechos a mano por Emma
- Limonada goteaba de dispensadores improvisados
- Adornos básicos que brillan con cariño
Sería humilde. Pero sería suyo.
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