La niñera se casa con un hombre sin hogar. Los invitados ríen y bromean durante la ceremonia… hasta que el novio toma el micrófono y revela una verdad que deja helado a todo el salón.
La catedral estaba bañada por una luz solemne ese sábado. Rayos dorados se filtraban a través de las vidrieras multicolores y caían sobre los bancos pulidos como para bendecir cada rincón. Sin embargo, tras el resonante órgano, dominaban los susurros.
Clara Hayes, una joven institutriz, permanecía febrilmente de pie ante el altar. No llevaba un vestido de princesa ni un suntuoso ramo: solo su uniforme azul ligeramente desgastado y un velo que sostenía con manos temblorosas. En sus dedos, un clavel rosa, su único lujo.
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A su lado, James Carter parecía casi fuera de lugar. Su chaqueta y camisa raídas con los puños rotos contrastaban con la elegancia de los invitados. Se intercambiaron miradas irónicas de arriba abajo en las filas, acompañadas de risitas contenidas.
“Una criada y un vagabundo… ¡Menuda farsa!”, gritó una mujer de la primera fila, sin preocuparse de que la oyeran.
Clara sintió que le ardían las mejillas. Aun así, apretó con más fuerza la áspera mano de James. Él respondió con un discreto apretón, apretando la mandíbula.
Cuando el sacerdote los declaró unidos, la nave se llenó de risas burlonas y aplausos sarcásticos. Pero James no se inmutó. Dio un paso al frente, tomó el micrófono y, con una voz grave que atravesó las risas, dijo:
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