Le había entregado unos billetes a una mujer indigente con un bebé en brazos, convencida de que este gesto le brindaría algún consuelo. Pero a la mañana siguiente, camino del cementerio, me quedé paralizada. Allí, frente a la tumba de mi esposo, la vi, realizando un acto que me conmovió y que jamás podría haber imaginado.

Le había entregado unos billetes a una mujer indigente con un bebé en brazos, convencida de que este gesto le brindaría algún consuelo. Pero a la mañana siguiente, camino del cementerio, me quedé paralizada. Allí, frente a la tumba de mi esposo, la vi, realizando un acto que me conmovió y que jamás podría haber imaginado.

Cuando Rhiannon le entregó un billete a una mujer cansada sentada a la salida del supermercado con su bebé abrazado, pensó que estaba realizando un simple acto de compasión. Poco sabía que a la mañana siguiente, su mundo se pondría patas arriba. Porque encontraría a esa misma mujer… frente a la tumba de su difunto esposo.

No esperas que un martes te cambie la vida. Ese día, nada parecía especial: una ligera llovizna, brazos cargados con bolsas de la compra y esa figura, acurrucada en la acera. El bebé estaba medio dormido en una manta gastada, y la madre, con el rostro pálido y hundido por el cansancio, miró a Rhiannon con ojos suplicantes.
“Por favor… lo que puedas dar.” Rhiannon siempre había tenido por regla no dar dinero a desconocidos. Pero esta vez, algo la detuvo. Quizás la inocencia de su carita, o la silenciosa angustia de la mujer. Buscó en su billetera y puso un billete de cincuenta dólares en su mano temblorosa.
“Gracias”, susurró la desconocida, casi desmoronándose.

Para Rhiannon, la historia tenía que terminar ahí. Un arrebato de bondad, rápidamente olvidado. Pero la vida no siempre cierra sus capítulos tan fácilmente.

 

 

 

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