Add MediaSu padre obligó a su hija ciega a casarse con un hombre sin hogar, pero años más tarde, ella entró en una mansión como esposa del hijo del gobernador.

Un amable desconocido,
Jacob, le preparó el té con esmero. Le dio su abrigo y se acostó junto a la puerta, como un guardia que la protegía. Le preguntó por sus libros favoritos, sus sueños, las comidas que la hacían feliz. Nadie se había molestado en hacerle esa pregunta antes.

Los días se convirtieron en semanas. Cada mañana, Jacob la llevaba al río, describiendo la luz del sol, los árboles y los pájaros con tanto detalle que Emily casi sentía que los veía. Cantaba mientras ella lavaba la ropa y le contaba historias de tierras lejanas por la noche.

Por primera vez en años, Emily rió. Su corazón empezó a abrirse. En aquella pequeña y destartalada choza, se enamoró.

Una noche me preguntó:
“¿Siempre has estado sin hogar?”

Jacob dudó y luego respondió suavemente:
“No siempre”.

Él no ofreció nada más y ella no insistió.

Las palabras crueles de una hermana.
Una tarde, Emily caminó sola hacia el mercado, siguiendo atentamente las indicaciones de Jacob. A mitad de camino, una mano tiró bruscamente de su brazo.

 

“¡Ciego y loco!”, se burló una voz familiar.

Era su hermana, Hannah.

“¿Siempre actúas como si estuvieras orgullosa de estar casada con un chico de la calle?” se burló.

Emily levantó la barbilla. “Estoy feliz”, dijo con firmeza.

Hannah rió con amargura.
«Ni siquiera sabes qué aspecto tiene. Es un inútil. Igual que tú».

Luego se inclinó y susurró palabras que dejaron a Emily temblando:
“Él no es un indigente. Te han mentido”.

Emily corrió a casa, angustiada. Esa noche, al regresar, Jacob volvió a preguntarle, esta vez sin dudarlo.

Dime la verdad. ¿Quién eres realmente?

 

 

 

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