El jefe rico pensó que sería divertido. – bn

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El adinerado jefe pensó que sería divertido. Le pidió a su hijo que eligiera a una nueva madre entre las modelos de la fiesta. Pero cuando el niño señaló a la joven de la limpieza en un rincón del salón, todos contuvieron la respiración. La sala estaba bañada de luces, música suave y risas artificiales. Todos iban vestidos de gala, con trajes que olían a nuevo y   vestidos  que brillaban como joyas. Era la típica noche en la que los ricos jugaban a sentirse importantes, rodeados de bebidas, rostros opulentos y conversaciones vacías. En medio de todo, Mauricio Herrera se movía como pez en el agua con su sonrisa serena, su barba impecable y su impecable traje negro; parecía tener la situación bajo control. Nadie lo imaginaba cargando con el dolor que llevaba dentro desde la muerte de su esposa. Pero esa noche, no se trataba de llorar. Era una gala benéfica que él mismo había organizado, con orquesta en vivo para ayudar a niños con enfermedades raras, aunque en realidad todos sabían que era una excusa para que los empresarios presumieran y se fotografiaran luciendo bien.

 

 

 

Mauricio, millonario desde los treinta gracias a una herencia y un negocio bien administrado, se había acostumbrado a este tipo de eventos, aunque nada lo había entusiasmado desde la muerte de su esposa. También había llevado a su hijo Emiliano, un niño de seis años con rostro serio y ojos grandes. Muchos decían que se parecía mucho a su madre. Aunque apenas hablaba con los adultos, el niño no se separaba de su padre. Esa noche, lo sostuvo en su regazo con aspecto aburrido, mientras el maestro de ceremonias seguía agradeciendo a todos sus donativos.

Fue entonces cuando, para matar el tiempo, Mauricio decidió hacer una broma, una broma banal. Se inclinó ligeramente hacia su hijo y, sin pensarlo mucho, dijo en voz baja: «A ver, Emy, ¿cuál de estas damas te gustaría que fuera tu nueva madre?». El niño lo miró perplejo. Mauricio rió, mitad juguetona, mitad atrevida, atreviéndose a decir algo que no se atrevía. Las modelos pasaron junto a ellos, contratadas para servir vino, posar para los fotógrafos y pasearse elegantemente por la sala.

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Había rubias de revista, morenas de miradas intensas y mujeres con vestidos tan ajustados que parecían sofocantes. La mayoría de los comensales se giraron hacia ellas, algunas discretamente, otras sin vergüenza. Mauricio esperaba que el camarero señalara a alguna de ellas, pero lo que sucedió lo dejó sin palabras. Emiliano no miró a ninguna de las modelos; señaló con el dedo meñique un rincón del salón, donde una joven estaba agachada. Estaba limpiando el suelo con un trapo, vestida con un uniforme gris claro, con el pelo recogido y sin una gota de maquillaje.

Era una empleada, una señora de la limpieza. Mauricio frunció el ceño, sorprendido, y preguntó. El chico asintió sin apartar la vista de ella. “¿Por qué?”, ​​insistió Mauricio, intentando comprender. Emiliano, en voz baja pero firme, respondió: “Porque se parece a mi madre”. Un extraño silencio reinó en la mente de Mauricio. No supo qué decir. Instintivamente, se giró hacia ella. La chica seguía de rodillas, grabando un punto en el mármol blanco, sin percatarse de que alguien la observaba.

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Era delgada, de piel clara, con una expresión seria pero tranquila. Había algo familiar en sus ojos, aunque no podía decir que el parecido con su esposa no fuera exacto. Pero había algo en su mirada. O quizás en la forma en que se concentraba en lo que hacía. Mauricio permaneció en silencio. No era una situación que pudiera ignorar sin más. Por primera vez en mucho tiempo, algo se agitó en su pecho. No era amor ni deseo, era curiosidad, una especie de inquietud mezclada con intriga.

El resto de la velada continuó, pero él ya no era el mismo. Cada vez que se giraba hacia esa esquina, la veía trabajando, sin mirar a nadie. Mientras las modelos posaban y las esposas de los empresarios conversaban sobre sus viajes, ella seguía limpiando sin que nadie se diera cuenta; nadie, excepto un niño de seis años y un hombre que había enterrado a su esposa dos años antes. Más tarde, una vez terminada la ceremonia, Mauricio no pudo evitar preguntarle cómo estaba.

 

 

No quería parecer extraño ni meterse en problemas, así que recurrió a su asistente de confianza, Sergio, un hombre discreto que sabía cuándo hacer preguntas y cuándo no. Le preguntó quién era, cómo se llamaba y si aún trabajaba allí. Sergio arqueó una ceja, pero no dijo nada. Asintió y fue a investigar. Esa noche, al regresar, Emiliano se quedó dormido en el coche. Mauricio lo levantó y lo llevó a su cama.

Entonces se quedó mirando una vieja fotografía en la sala. Su esposa, Alejandra, sonreía con Emiliano en brazos. Hacía mucho tiempo que no la veía. A veces soñaba con ella, a veces la evitaba, pero esa noche no pudo evitar recordar sus ojos. Al día siguiente, Sergio llegó con los detalles. La chica se llamaba Fernanda Morales. Tenía 29 años. Vivía en un barrio obrero del este de la ciudad y tenía dos trabajos diferentes.

En la recepción por la noche y en una oficina por la mañana, limpiando. Hacía todo esto para apoyar a su madre, que llevaba dos años enferma. Mauricio reflexionó un buen rato. No dijo nada más, simplemente pidió los datos de contacto de la peluquería donde trabajaba. Sergio volvió a levantar una ceja, pero no preguntó. Ya había aprendido que cuando Mauricio tenía algo en la cabeza, era mejor no preguntarle.

 

 

 

 

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