El jefe rico pensó que sería divertido. – bn

 

 

Siguió fregando como si no hubiera oído nada esa noche y llamó a su madre. “¿Todo bien, hija?”, preguntó la mujer con voz débil, pero feliz de oírla. “Sima, solo necesitaba oír tu voz”. Y allí, en silencio, mientras su madre hablaba del trato que le habían dado a la vecina chismosa, del arroz quemado, Fernanda sintió que se le aflojaba el nudo del pecho, porque si de algo estaba segura, era de que no estaba allí para complacer a todos.

Solo quería hacer su parte, ayudar a su madre, cuidar de Emiliano y, si era posible, irse con la cabeza en alto. Pero una cosa era segura: no iban a dejar que se saliera con la suya tan fácilmente. El día había empezado de forma extraña. Emiliano se había despertado con el rostro soñoliento, reacio a hablar y con la mirada un poco apagada. Fernanda lo había notado desde el desayuno. No se quejaba, no lloraba, pero era evidente que algo andaba mal. “¿Te duele, Emy?”, preguntó.

Le sirvió un jugo. “No sé, me siento raro”, dijo, apoyando la cabeza en la mesa. Fernanda le tocó la frente. Tenía fiebre, no muy alta, pero ahí estaba. “¿No vas a la escuela hoy?” El niño apenas levantó la cabeza, asintió con indiferencia y se recostó. Fernanda lo acompañó hasta el sofá de la sala, lo cubrió con una manta y fue a buscar el termómetro. Mauricio ya se había ido a una reunión matutina, así que se quedó con él todo el día.

Llamó al pediatra, le dio la medicación recetada y le tomó la temperatura cada media hora. No se separó de él ni un segundo. Pasaron las horas. Emiliano apenas tomó un poco de sopa y volvió a la cama. Estaba apático, con los ojos cerrados, pero no del todo dormido. Fernanda le puso compresas frías en la frente y se sentó en silencio a su lado, silenciosa, simplemente presente. En un momento dado, el niño extendió la mano y tomó los dedos de ella.

Fernanda lo tomó. “¿Te vas a quedar aquí?”, dijo en voz baja. “Sí, me quedaré aquí, aunque me duerma. Aunque te duermas tú”. Y se quedó allí, sentada en la alfombra, con la espalda apoyada en el sofá, de la mano de él en la suya. No tenía sueño, pero tampoco quería hacer nada más. Lo observó respirar lentamente, con la manta hasta el cuello y las mejillas rojas de fiebre. Le alisó el pelo, le dio el paño frío y, con cada movimiento, se agachaba para ver si estaba bien.

Más de dos horas pasaron así. Mauricio llegó alrededor de las 8:00 p. m. Con la chaqueta al brazo y el teléfono en la mano. Entró por la puerta principal y lo primero que notó fue el silencio. Demasiado silencioso para esa hora. Entró en la sala y la escena lo dejó paralizado. Fernanda estaba sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá, dormida. Emiliano estaba tumbado sobre sus piernas, también dormido. La luz del pasillo apenas los iluminaba.

El único sonido que oía era la respiración del niño. Y en esa imagen, algo en Mauricio se tensó. No era tristeza, culpa ni nostalgia. Era algo más. Era ternura. Hacía años que no sentía esa palabra, desde que Alejandra enfermó, desde que la vio partir lentamente, desde que aprendió a sobrellevar el dolor con el trabajo, la rutina, el silencio. Pero ahora, al ver a su hijo en brazos de esta mujer a la que apenas conocía, sintió que algo se relajaba en su mundo.

Se acercó lentamente, se inclinó frente a ellos y tomó a Emiliano en brazos con ternura. El niño se movió un poco, pero no despertó. Fernanda abrió los ojos de repente. «Perdón, me quedé dormida», dijo, levantándose rápidamente. «No es nada, tengo fiebre». «Sí, pero ya bajó. Le di la medicina a las 3 y a las 7. Ya está un poco mejor». Mauricio asintió. «Gracias». Fernanda bajó la mirada. Le dolían la espalda y las piernas, pero no se quejaba.

“¿Quieres comer algo?”, le preguntó antes de subir con el niño. Ella dudó. “No, está bien. Voy a ordenar y a acostarme”. “De acuerdo”. Mauricio subió con Emiliano en brazos, lo acostó con cuidado, le puso la manta encima y dejó una lámpara encendida, como siempre. Luego se quedó un momento en el umbral. Viéndolo dormir, bajó a la sala. Fernanda ya no estaba; solo estaban el termómetro, la toalla mojada doblada sobre la mesa y una pequeña manta arropada a su lado.

Todo estaba en orden. Fue a la cocina. Olga estaba lavando los últimos platos. “¿Dónde está Fernanda? Creo que ya subió a su habitación. Lleva todo el día cuidando al niño”. Mauricio asintió. Se sirvió un té y permaneció inmóvil. “¿Estás bien?”, preguntó Olga. La miró. “Hacía mucho que no veía a mi hijo tan tranquilo con alguien”. No lo dijo, pero lo pensó. “No me siento tan tranquilo como cuando está con ella”.

Esa noche, Fernanda se acostó con el corazón apesadumbrado. No sabía por qué. Quizás por el niño, quizás por el silencio, quizás por la mirada de Mauricio al despertarla. Y aunque seguía sin entender nada, algo en su interior le decía que ese momento, por insignificante que fuera, lo había cambiado todo. Era martes. Uno de esos martes en los que todo parece normal, pero algo en el aire parece diferente. Fernanda había empezado el día como siempre.

Se levantó temprano, ayudó a Emiliano a ponerse el uniforme, preparó el desayuno, dejó lista la agenda escolar y luego empezó a archivar los papeles que Mauricio le había asignado. Llevaba un rato en su oficina cuando oyó el timbre. No prestó atención. Sabía que era una entrega o una visita rápida. Marilú fue a abrir, pero no había pasado ni un minuto cuando la voz de Renata resonó en el pasillo. Era extraño que no me hubieran avisado de ningún cambio en esta casa.

Resulta que tengo que pedir cita. Fernanda se quedó paralizada. No la había visto desde aquella vez en la sala, cuando la mujer se presentó y le hizo ese comentario disfrazado de consejo. Pero esa voz, ese tono, ese perfume que inundaba el pasillo… lo reconoció al instante. Renata caminaba con paso firme, con paso firme, vestida para un evento, el pelo recogido y una sonrisa apenas visible. Marilú la siguió, nerviosa, sin saber si detenerla o dejarla pasar.

Fernanda la vio llegar a la puerta del estudio, cerró el expediente que tenía delante y se levantó. “Tú otra vez”, dijo Renata, sonriendo, tan formal como siempre. “Hola”, respondió Fernanda con voz neutra. Renata no esperó la invitación. Entró al estudio como si fuera suyo. Caminó despacio, mirando a su alrededor, tocando los objetos como si inspeccionara. “Así que ahora trabajas aquí, con escritorio, aire acondicionado, café y todo”. Fernanda no respondió. La miró fijamente a los ojos, inmóvil, pero con el cuerpo tenso.

Sabía que esta vez no estaba allí para ocultar nada. ¿Qué haces exactamente por Mauricio? ¿Le llevas el periódico, el café? ¿O también le calientas la cama? Fernanda respiró hondo. Bajó la mirada un segundo, no porque se sintiera inferior, sino porque necesitaba dos segundos para no responder, porque realmente quería hacerlo. No necesito darte explicaciones. Renata soltó una risa falsa. Ay, por favor, no pongas esa cara. ¿Qué te crees? Nadie ve lo que haces.

Llegas, te portas bien con la niña, te ganas la confianza del padre y, en un instante, SAS, ya estás metida en la vida de todos. ¡Bravo! Te aplaudo. Fernanda la miró fijamente. Ya no tenía miedo. Estaba enfadada. Si estás tan segura de lo que dices, ¿por qué me lo cuentas a mí y no a él? Porque él aún no se da cuenta. Pero yo sí. No me engañas con tu cara humilde y tus palabras bonitas.

Sé lo que buscas. ¿Y qué busco yo? Lo mismo que todos. Un apellido, una casa, una cuenta bancaria. Fernanda apretó los puños y dio un paso al frente. Mira, no sé qué estás pensando, y me da igual. Vine aquí a trabajar, a cuidar a un hijo que amo, sí, porque nació para mí, no porque yo lo quisiera, a ayudar en lo que pudiera. No vine a robarle nada a nadie. Y si tenías un lugar especial en esta casa, parece que ya lo has perdido, solo, sin mi ayuda.

Renata guardó silencio un segundo. La quemaba, era obvio, pero mantuvo la sonrisa. “¿Crees que esto es una película? No. La chica sencilla que se enamora del viudo rico. Qué monada. Pero no terminará como crees, y no voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo te mudas aquí como si nada. Haz lo que quieras”, respondió Fernanda con firmeza. “Pero no le tengo miedo a una mujer que necesita gritar para seguir sintiéndose importante”. Y ahí se acabó.

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Renata se dio la vuelta, salió del estudio sin despedirse, sin mirar atrás, pasó junto a Marilú, como si no existiera, y salió de la casa. La puerta se cerró de golpe. Fernanda se quedó sola, respiró hondo, se apoyó en el escritorio y sintió que le temblaban las piernas. No lloró, pero sintió ese nudo incómodo que se forma cuando el cuerpo va más rápido que la mente. Olga apareció unos minutos después. Todo estaba bien. Fernanda simplemente asintió.

Ha vuelto. Sí. Y no creo que sea la última vez. Mauricio lo sabe, ¿verdad? Y no se lo voy a decir. Olga la miró como se mira a alguien que ya es de la familia, aunque no sean parientes de sangre. Te admiro, Fernanda. No todos lo aceptan sin reírse. No tengo otra opción. Esa noche, Fernanda se encerró en su habitación. No quería cenar, ni hablar, ni escuchar música. Solo quería estar sola. Mauricio llegó tarde. Olga no le dijo nada.

Marilú, menos aún. Nadie le había contado de la visita. Nadie le había contado lo sucedido. Pero el ambiente ya no era el mismo. Y aunque Fernanda había reaccionado con fuerza, en el fondo, sabía que el golpe ya lo había golpeado. Mauricio empezó a notarlo poco a poco, sin quererlo. No fue un día específico, no fue una escena romántica, no fue un gesto que lo enardeció de repente; fue algo lento, algo que se apoderó de él como una duda que no se iría, aunque la ignorara.

Primero, se dio cuenta de que la buscaba. Estaban en la misma casa. Y aunque cada uno hacía lo suyo, a veces se detenía para ver si estaba por allí. Oía sus pasos desde la cocina, su voz baja hablándole a Emiliano, el tintineo de los cubiertos mientras cenaban juntos. Entonces empezó a pensar en ella más allá del trabajo. Se preguntó si ya había cenado, si estaría muy cansada, si había dormido bien en esa pequeña habitación trasera.

Empezó a notar si se veía triste, seria o distraída. Empezó a preocuparse más, y al darse cuenta, entró en pánico. No es que Fernanda no lo mereciera; al contrario, la encontraba admirable, auténtica y valiente, pero sentía que estaba cruzando una línea que no debía haber cruzado. No quería desconcertarse. No quería recibir a nadie en su vida solo para llenar un vacío, y menos a ella. Así que intentó distanciarse, no con rudeza, sino con claridad. Empezó a evitar pasar demasiado tiempo en los mismos lugares.

Si ella estaba en la sala, él iba al estudio. Si la encontraba en la cocina, la saludaba rápidamente y se iba. Ya no hablaban tanto, no discutían tanto, no se miraban tanto. Fernanda lo notó desde el segundo día. Lo sabía, lo sentía y lo entendía, pero no le gustaba. Al principio, pensó que estaba muy ocupado con el trabajo, que tenía reuniones o asuntos que atender, pero luego fue imposible no darse cuenta. Claro. Mauricio la evitaba con cuidado, con respeto, por supuesto, pero ya no era lo mismo.

Y eso la inquietaba. No es que lo necesitara, ni que esperara nada de él, pero esa distancia repentina la hacía sufrir, como si lo que habían construido se hubiera derrumbado sin motivo. La hacía reflexionar, preguntándose si había hecho algo mal, si había dicho algo que no debía, si Renata tenía algo que ver, pero no preguntaba, no decía nada, se lo guardaba todo. Mauricio, en cambio, se sentía en conflicto consigo mismo. Por las noches, se decía que estaba haciendo las cosas bien, que no podía dejarse llevar por un sentimiento, que tal vez confundía cariño con gratitud, etcétera, que era su deber ser responsable, mantener la distancia.

Pero durante el día, cada vez que la veía, todo volvía a su mente. Como aquella tarde en que Fernanda ayudaba a Emiliano a pintar una maqueta para la escuela. Había entrado en la habitación solo para dejar una carpeta, pero se quedó allí, viéndolos reír, cubiertos de pintura, sin importarle nada más. El niño parecía feliz, ella también, y sintió algo que no quería nombrar. Salió rápidamente de la habitación, cerró la puerta, fue al baño y se echó agua en la cara.

Esto no me puede estar pasando, pensó. Pero sí. Fernanda también luchaba. Una parte de ella gritaba que no debía sentir nada por Mauricio, que él no era su mundo, que no era el suyo, que estaba allí por necesidad, no por amor, que tenía que mantener la calma. Pero otra parte, otra parte, no podía evitarlo. No era su dinero, ni su casa, ni su apellido. Era la forma en que la había mirado aquella noche en la sala cuando ella cuidaba a Emiliano, la forma en que la había oído hablar de su padre, la forma en que él…

Ella le había preguntado si estaba bien al notar que algo andaba mal, por la forma en que la trataba con respeto, sin hablarle como si fuera inferior. Y esto era nuevo en su vida, pero precisamente por eso tenía miedo, porque cuando algo te importa de verdad, también te asusta. Y Fernanda ya había sufrido suficientes golpes en la vida sin poder confiar, así que ella también empezó a distanciarse. Ya no pasaba tanto tiempo hablando con Emiliano cuando sabía que Mauricio estaba cerca.

Ya no se entrometía tanto en lo que no le pedían. Ya no le llevaba café al taller como antes. Se había vuelto más puntual, más tranquila, más mesurada. Olga se había dado cuenta. ¿Habían discutido o algo?, le preguntó una mañana mientras cocinaban. ¿Quién? Tú y ese señor. Se notaba que antes se llevaban bien. Ahora es como si ya no se conocieran. Fernanda sonrió con tristeza. No pasó nada. Es mejor así. ¿Estás segura? No, pero tengo cuidado. Y sí, se cuidaron demasiado, tanto que empezaron a perder lo que habían construido.

Una noche, Mauricio bajó a la cocina a buscar un vaso de agua y la encontró sentada hojeando unos papeles. Intercambiaron miradas, se saludaron, pero no dijeron nada más. Cada uno por su lado, una barrera invisible los separaba. Otra noche, Fernanda pasó por delante de la oficina y lo vio con las manos en la cabeza. Agotado, dudó en entrar. Ella se detuvo frente a la puerta, respiró hondo y siguió su camino. Ambos llevaban algo que no sabían cómo quitarse.

Y en medio de todo, Emiliano seguía siendo el único que no entendía la razón de este nuevo silencio entre ellos. Una tarde, el niño se acercó a Fernanda mientras ella leía. «Ya no lo quieres, padre». Fernanda lo miró sorprendida. Claro que sí. ¿Por qué dices eso? Porque ya no se ríen como antes. Ya no hablan. Fernanda le acarició el pelo. A veces los adultos pueden ser raros. No quiero que te vayas. Tragó saliva.

No me voy a ir, Emy. Pero tampoco estaba segura de eso, porque cuando tienes sentimientos que se hacen más fuertes y tratas de ocultarlos, terminas sintiéndote más sola, más distante, más perdida. Y eso no podía ocultarse por mucho tiempo. Era miércoles por la mañana. Fernanda ya había dejado a Emiliano en la escuela y estaba sentada en la cocina haciendo la lista de la compra semanal. Olga lavaba los platos y la tele estaba encendida de fondo.

 

 

 

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