La pequeña clínica veterinaria parecía encogerse con cada respiración, como si las propias paredes soportaran el peso del dolor.
El techo era bajo, y desde arriba llegaba el inquietante zumbido de los tubos fluorescentes, cuya tenue luz lo envolvía todo, tiñendo la realidad con tonos de separación y tristeza.
El aire era denso, cargado de emociones inexpresables. En esa habitación, donde incluso un susurro parecía profano, reinaba un silencio profundo y sagrado, como la pausa antes del último aliento de la vida.
Sobre una fría mesa de acero, suavizada por una descolorida manta a cuadros, yacía Leo, antaño un orgulloso y poderoso pastor de Europa del Este, un perro cuyas patas recordaban las nieves interminables, cuyos oídos habían oído el susurro de los bosques primaverales y los arroyos que brotaban tras el invierno. Conocía el calor del fuego, el olor de la lluvia sobre el pelaje y la mano que siempre se posaba en su cuello para decir: «Aquí estoy». Pero su cuerpo ahora estaba vacío, su pelaje sin vida, aplanándose allí donde la enfermedad había vencido a la naturaleza. Cada respiración entrecortada era una lucha contra algo invisible, cada exhalación un suspiro de despedida.
A su lado, inclinado hacia delante, estaba Artem, el hombre que lo había criado desde la infancia. Su cuerpo se desplomaba bajo el peso de la inminente pérdida. Una mano temblorosa acariciaba las orejas de Leo, memorizando cada rizo, cada línea, cada detalle familiar.
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