En un tranquilo restaurante de carretera, una niña de tres años hizo una señal de emergencia con su manita. Un soldado, sentado a unas pocas mesas de distancia, la vio y, con indiferencia, le ofreció un dulce.
El bullicio vespertino en Miller’s Diner era una mezcla de tintineo de cubiertos y conversaciones en voz baja.
Las familias habían instalado sus puestos, los camioneros se entretenían tomando café y una vieja gramola zumbaba débilmente en un rincón. El sargento Daniel Whitmore, recién salido de una misión, estaba sentado en la barra, removiendo distraídamente su café negro. Su mirada disciplinada, tras años de entrenamiento, captó un detalle desde el otro lado del local que la mayoría habría pasado por alto.
Una niña pequeña, de apenas tres años, estaba sentada junto a un hombre que se presentó a la camarera en voz alta como su padre. Su rostro pálido, enmarcado por unas coletas impecables, parecía nervioso, y sus ojos recorrieron nerviosamente su entorno. De repente, levantó una pequeña mano, clavó el pulgar en la palma y cerró los dedos alrededor de sí misma y de la señal de socorro reconocida internacionalmente. A Daniel se le aceleró el pulso, pero intentó mantener una expresión neutral.
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