En una silenciosa habitación de hospital en Bombay, donde solo se oía el pitido de las máquinas, Ananya, una enfermera de 26 años, jamás imaginó que su vida daría un giro tan drástico. Pasaba sus días revisando monitores, limpiando pacientes y atendiendo a un hombre en particular: Raghav Malhotra, un magnate inmobiliario multimillonario que llevaba dos años en coma tras un terrible accidente.
Para la mayoría, era solo un caso a largo plazo. Pero Ananya, cada vez que le ajustaba la vía intravenosa o veía la luz del sol en su rostro, no podía evitar pensar: «Si estuviera despierto, sería un hombre extraordinario».
Esa noche, mientras estaba de guardia, un pensamiento cruzó por su mente. «Nunca despertará… ¿qué daño podría hacerle un beso?». Su corazón latía con fuerza mientras se inclinaba y besaba suavemente a los suyos.
Pero justo cuando se alejaba, todo cambió. Una mano, inerte durante dos años, la agarró del hombro. Sus ojos oscuros se abrieron de golpe y un susurro ronco escapó de sus labios:
“¿Quién eres?”
Ananya se quedó allí, atónita. Lo imposible había sucedido: el multimillonario había despertado.
El hospital quedó atónito. Los médicos acudieron de inmediato, calificándolo de verdadero milagro. Tras dos años de silencio, el Sr. Malhotra pudo abrir los ojos e incluso hablar. Para todos los demás, fue pura alegría. Para Ananya, fue una mezcla de alegría y miedo. Nunca pudo admitir que su despertar coincidió con su beso impulsivo.
En su informe, simplemente escribió: «El paciente mostró signos inesperados de consciencia». Pero el recuerdo de sus ojos fijos en los de ella nunca la abandonó.
Todos los días después de eso, al entrar en su habitación, sentía su mirada siguiéndola. Su voz era débil, su memoria borrosa, pero su presencia era más fuerte que nunca. Y mientras intentaba esconderse tras sus obligaciones profesionales, él susurró una tarde:
“Fuiste lo primero que vi cuando abrí los ojos. Sentí que alguien me llamaba.”
A Ananya le ardían las mejillas, pero se obligó a responder con calma: «Fueron los médicos y su propia fuerza, señor». Sin embargo, su mirada cómplice decía lo contrario.
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