El niño se relajó visiblemente.
Sus hombros cayeron ligeramente y sus ojos seguían dirigiéndose a los zapatos nuevos que tenía en los pies, como si fueran una especie de milagro.
Quizás para él sí lo eran. No pude evitar preguntarme cuál sería su historia. ¿Estaría luchando contra la falta de vivienda?
¿Fue solo una mala racha? Fuera lo que fuese, esos zapatos claramente significaban algo más que comodidad.
El tiempo parecía ralentizarse a medida que el tren avanzaba. Los sonidos cotidianos —el suave roce de los abrigos, el murmullo de las conversaciones, el rumor constante bajo nuestros pies— se desvanecieron en el fondo.

Lo único que podía pensar era: ¿qué pasaría si todos fuéramos un poco más como ese hombre?
Al poco rato, el chico se levantó para salir. Pero justo antes de bajarse, se volvió hacia el hombre.
—Oye —dijo con la voz un poco temblorosa—, gracias. De verdad. No sé ni qué decir.
—No tienes que decir nada —respondió el hombre con la misma sonrisa—. Solo recuerda este momento. Compártelo.

El niño asintió y se dirigió a la estación, desapareciendo entre el flujo de gente.
Pero el momento perduró. Incluso después de que el tren se marchara, no pude quitarme la sensación de haber presenciado algo importante, algo excepcional.
Pasaron las semanas y la vida siguió su curso. Ese momento se desvaneció en mi memoria. Pero una noche, estaba de nuevo en el tren, de pie cerca de las puertas, cuando vi a una anciana en silla de ruedas.
Luchaba por evitar que su bolso se le resbalara del regazo mientras mantenía el equilibrio. Su rostro se veía cansado, marcado por la adversidad, pero orgulloso. Noté que sus zapatos se estaban deshaciendo.

La gente estaba apiñada en el coche, y nadie parecía notar su silenciosa lucha. Casi aparté la mirada, casi me convencí de que alguien más me ayudaría.
Pero entonces me vino a la mente la cara de ese chico. Recordé cómo el pequeño gesto de alguien había marcado una gran diferencia. Y supe que tenía que actuar.
Me acerqué y me ofrecí a ayudarla a sujetar su bolso. Me miró parpadeando, sorprendida al principio, pero luego me dedicó una suave sonrisa.
—Gracias —dijo con dulzura—. Hay días en que todo me resulta un poco pesado.
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