El susurro de la advertencia
Pero el acto no pasó desapercibido.
Al otro lado de la sala, una joven camarera llamada Sofía lo vio todo: el polvo blanco, la sonrisa cruel en los labios de Liana.
El corazón de Sofía se aceleró.
Acusar a la prometida de uno de los hombres más poderosos de Brasil fue un suicidio profesional.
Se arriesgaba a perder su trabajo, a ser demandada, a quedar devastada. Pero la imagen de este hombre a punto de beber superaba su propio miedo. Tenía que actuar.
Cuando regresó a la mesa, fingió tropezar y se inclinó hacia Javier mientras él colocaba los cubiertos.
“Disculpe, señor”, susurró, y, con sus labios casi rozando su oreja, añadió: “Hay drogas en su bebida. No la beba”.
Sin esperar respuesta, se alejó.
Javier la vio alejarse, luego miró su copa de champán y luego a su sonriente prometida.
Y en ese momento, el empresario frío y calculador tomó el control.
Una partida de ajedrez
Javier no mostró ninguna reacción.
Agradeció a Sofía con un gesto casi imperceptible y, para salvar las apariencias, levantó su copa.
—Es nuestro, mi amor —dijo, chocando su vaso con el de Liana.
Fingió beberlo, se humedeció ligeramente los labios y luego lo colocó sobre la mesa.
Debajo de la mesa, sus dedos volaron sobre su teléfono, enviando un mensaje críptico a su jefe de seguridad: código rojo.
A partir de ese momento, la cena se convirtió en una tensa partida de ajedrez.
Javier continuó la velada actuando como el prometido adorado, pero ahora veía a Liana con otros ojos.
Vio la codicia detrás de su sonrisa, la impaciencia en sus gestos, la frialdad de un depredador.
Sintió una náusea escalofriante, no por las drogas sino por la magnitud del engaño.
No sólo iba a arrestarla, sino que la iba a denunciar de manera pública y devastadora.
Firmar el contrato de matrimonio a la mañana siguiente sería el escenario perfecto.
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