Esa noche, Ethan llegó a casa y encontró a sus hijos inusualmente callados. Diana estaba acurrucada contra Naomi, aferrada a su brazo. Daniel susurró: “¿Estás bien?”. David, con su habitual expresión desafiante, le puso una venda en la mano a Naomi.
A Ethan se le encogió el pecho al verla. Sus hijos, que habían asustado a todos los cuidadores, ahora se aferraban a esta mujer como a un ancla.
Más tarde, mientras los niños dormían, Ethan encontró a Naomi en la cocina, enjuagando la herida con agua fría. «Deberías haber llamado a la enfermera», dijo.
Naomi negó con la cabeza. “He tenido peores. Un corte se cura.”
“¿Por qué no paraste?” preguntó casi con incredulidad.
Naomi se secó las manos lentamente. «Porque sé lo que es sentirse abandonado. Mi hija está en el hospital luchando por su vida. Si puedo quedarme por ella, puedo quedarme por ellos. Los niños no necesitan perfección. Necesitan presencia».
Ethan no respondió. Simplemente la miró, de verdad, por primera vez.
A partir de ese día, los trillizos empezaron a cambiar. Daniel dejó de hacer berrinches y le pidió a Naomi que le leyera cuentos. David, antes travieso, la seguía a todas partes como su sombra. Diana, la más feroz, solía entrar sigilosamente en la habitación de Naomi por la noche y susurrarle: “¿Puedes quedarte hasta que me duerma?”.
Unas semanas después, Deborah recibió el alta hospitalaria tras una operación exitosa, financiada por el propio Ethan, quien había pagado la factura tras enterarse del incidente. Cuando Naomi llevó a su hija a la mansión, las trillizas corrieron a abrazarla como si siempre hubieran sido hermanas.
—¡Mamá, mira! —Deborah sonrió, señalándolos—. Tengo tres amigos nuevos.
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