Karen se secó una lágrima. «Señoría, no puedo seguir salvándolo. Si cree que la detención servirá, envíelo. Si cree que es necesario un castigo más severo, hágalo. Pero, por favor, no deje que se vaya de aquí pensando que puede seguir viviendo así. Necesita saber que no está por encima de la ley. Necesita saber que ni siquiera su propia madre tolerará sus mentiras».
El fiscal se sorprendió por este inusual giro de los acontecimientos. El juez Whitmore se inclinó hacia adelante, con los dedos cruzados. Ryan miró fijamente la mesa, mientras la energía de la pelea se evaporaba.
Por primera vez, el adolescente perdió el control. Su sonrisa burlona desapareció, reemplazada por la vacilante comprensión de que su madre ya no era su escudo.
El fiscal intervino, sugiriendo una estancia de un año en un centro de rehabilitación juvenil, enfatizando la importancia de la supervisión, el apoyo psicológico y la formación profesional en lugar del simple castigo. El abogado defensor, aparentemente consciente de que el caso se le escapaba, admitió que la intervención era, sin duda, necesaria.
El juez Whitmore emitió su fallo: «Ryan Cooper, por la presente te condeno a doce meses en el Centro de Rehabilitación Juvenil Franklin. Deberás someterte a terapia obligatoria, completar tu programa educativo y realizar servicio comunitario en los barrios que robaste. Si no cumples estas condiciones, serás transferido a un tribunal para adultos cuando cumplas dieciocho años».
El martillo cayó con un ruido sordo.
Ryan se desplomó en su asiento, atónito. Un silencio invadió la sala, interrumpido solo por suaves murmullos. Por primera vez, no sonaba desafiante; parecía quien realmente era: un adolescente que finalmente enfrentaba las consecuencias que había ignorado durante tanto tiempo.
Cuando los agentes se acercaron para arrestarla, Karen dio un paso al frente. Ryan no la miró a los ojos, pero ella le puso suavemente la mano en el hombro. “Te amo”, dijo en voz baja, con voz temblorosa, “pero amar no significa dejar que te destruyas. Era… era la única opción que quedaba”.
No habló, pero mientras se lo llevaban, sus hombros temblaban levemente.
Afuera de la sala, los periodistas acudieron en masa a Karen, preguntándole si se arrepentía de lo que había hecho. Ella negó con la cabeza con firmeza. “¿Arrepentimiento? No. Fue la decisión más difícil de mi vida, pero mi hijo necesitaba escuchar la verdad. A veces amar a alguien significa decepcionarlo, para que finalmente pueda sentir lo que ha estado ignorando”.
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