“No tiene sentido”, murmuró Margaret con la voz quebrada. Lisa la condujo a través de una espaciosa cocina con encimeras bajas y armarios de fácil acceso, pasando por un comedor donde estaba la preciada mesa de roble de Margaret, hasta una puerta en la parte trasera de la casa. “Esta es tu suite”, explicó Lisa, abriendo la puerta a un hermoso dormitorio con baño en suite. La habitación estaba pintada del azul pálido favorito de Margaret.
Allí estaba su cama, hecha con sábanas limpias, y, contra una pared, la cómoda hecha a mano de su abuela. El baño tenía barras de apoyo, una ducha a ras de suelo con asiento y puertas más anchas: todas las mejoras que el médico le había recomendado. “No…”, empezó Margaret, con lágrimas en los ojos. Lisa tomó las manos temblorosas de su madre. “Mamá, nunca consideramos ingresarte en una residencia de ancianos. David y yo llevamos meses trabajando en esta casa”.
“Hay espacio para todos, y todo está organizado para que puedas moverte con seguridad y mantener tu independencia”. David apareció en la puerta, acompañado de los gemelos de doce años, Emma y Jacob, que esperaban para darle una sorpresa a su abuela. “Queremos que vivas con nosotros, abuela”, dijo Emma, acercándose para abrazarla suavemente. “¿Y quién me enseña a hacer estas deliciosas galletas?”, añadió Jacob con una sonrisa. Margaret se dejó caer lentamente en el borde de la cama.
Abrumada. “Pero sus vidas, sus hábitos… Voy a estorbarles.” Lisa se arrodilló frente a su madre, con la mirada seria. “Mamá, ¿recuerdas lo que me dijiste el día que se formalizó mi adopción? Dijiste: ‘La familia no se trata de conveniencia, se trata de estar juntos’. Me elegiste cuando no tenías por qué hacerlo. Hoy, elegimos esto, juntas.” Margaret miró a su alrededor: las fotos familiares en la mesita de noche, la estantería llena de sus novelas favoritas, la mecedora junto a la ventana que daba a un pequeño jardín.
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